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Perú: Somos estudiantes, no terroristas




Rocío Silva Santisteban
La Insignia. EEUU, diciembre del 2002.


Una de las universidades más ricas del mundo es sin duda alguna Harvard. El
campus, ahora blanco por la nieve, está abierto a todo aquel que quiera
entrar o cruzar por sus jardines, atravesando los clásicos edificios al
estilo Nueva Inglaterra. A la biblioteca, en cambio, sólo se puede entrar
con una credencial especial, y a través de un complicado sistema de
seguridad más parecido a un aeropuerto, con cámaras de televisión vigilando
pasillos y escaleras, y guachimanes en lugares estratégicos. Pero adentro,
en el extraordinario mundo encerrado de sus anaqueles, cualquier estudiante
universitario es feliz. Hay todo. Todo de todo. Los libros están ahí a la
distancia de tu mano (nada de colas ni de impertinentes mediadores). Y se
pueden conseguir los textos más difíciles, no sólo en inglés, en castellano,
italiano, árabe o incluso diccionarios de suahili. Las salas de lectura
tienen computadoras con acceso a Internet y al catálogo de la impresionante
biblioteca que está en línea. Las lámparas tienen focos que no dañan la
vista. El silencio es monacal y los sillones acolchados de cuero verde.
A todos aquellos que hemos pugnado -papelito bulky entre las manos con un
código anotado- entre decenas de otros cuerpos intentando que el
bibliotecario nos haga caso sólo por un libro (y que el texto exista, que no
se lo hayan robado, que no le falte precisamente la página que necesitamos,
que no lo hayan ultra-subrayado con resaltadores naranjas), esta situación
de extrema comodidad y acceso a la información no sólo provoca envidia sino
indignación. Las brechas son obvias y sádicas. Perversas.

En América Latina nuestra pobreza no es sólo material, no es sólo por falta
de recursos o porque no tenemos computadoras, se trata del más simple acceso
a la información. Los universitarios que voltean un ómnibus en Satipo para
atollar la carretera marginal de la selva o que toman el local de la Escuela
de Bellas Artes Ignacio Merino en Piura, exigen presupuesto, exigen nivel
académico, pero sobre todo, exigen dignidad. No sólo aulas con
infraestructura mínima, bibliotecas implementadas, laboratorios con
maquinaria que, por lo menos, no esté obsoleta sino, sobre todo, dignidad.
El estereotipo del universitario terrorista tiene que ser sepultado ya, pero
bajo rumas de libros y de posibilidades concretas, no bajo la lluvia de
perdigones y bombas lacrimógenas, mucho menos de falsas promesas. ¿O acaso
se está esperando que se cristalicen, como hace veinte años, las
frustraciones en más violencia?

Nunca supe con certeza si el presidente Alejandro Toledo estudió o no en
Harvard, pero sí es seguro que en Stanford, otra universidad de la "liga" de
las privilegiadas en los Estados Unidos, así que en su carrera universitaria
debe de haber tenido acceso a toda la información que requería para una
investigación: libros, lámparas con focos que no dañan la vista, sillones
acolchados. Desgraciadamente no todos los universitarios son un "error" de
las estadísticas, como él tanto pregona cuando quiere recalcar su origen
popular, y para evitar mayores gérmenes de violencia absurda, es
imprescindible dotar a las universidades peruanas, si no de materiales,
infraestructura, dinero para sus alicaídas arcas, de un mínimo de respeto
por la propia condición estudiantil. Eso sólo se puede conseguir y entender
cuando se entienda que el estudiante no es un terrorista en potencia o un
subversivo enmascarado, si no un posible migrante en las peores condiciones,
con un bello título de letras góticas en la mano y sin posibilidades reales
de subsistencia en su propio país.

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Nello

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possible