Bolivia: El país que quiere existir



México D.F. Viernes 24 de octubre de 2003
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En Bolivia la memoria duele y enseña: los recursos naturales no renovables
se van sin decir adiós, y jamás regresan
Eduardo Galeano

Una inmensa explosión de gas: eso fue el alzamiento popular que sacudió a
toda Bolivia y culminó con la renuncia del presidente Gonzalo Sánchez de
Lozada, que se fugó dejando tras sí un tendal de muertos.
El gas iba a ser enviado a California, a precio ruin y a cambio de mezquinas
regalías, a través de tierras chilenas que en otros tiempos habían sido
bolivianas. La salida del gas por un puerto de Chile echó sal a la herida,
en un país que desde hace más de un siglo viene exigiendo, en vano, la
recuperación del camino hacia el mar que perdió en 1883, en la guerra que
Chile ganó.
Pero la ruta del gas no fue el motivo más importante de la furia que ardió
por todas partes. Otra fuente esencial tuvo la indignación popular, que el
gobierno respondió a balazos, como es costumbre, regando de muertos las
calles y los caminos. La gente se ha alzado porque se niega a aceptar que
ocurra con el gas lo que antes ocurrió con la plata, el salitre, el estaño y
todo lo demás.
La memoria duele y enseña: los recursos naturales no renovables se van sin
decir adiós, y jamás regresan.

Allá por 1870, un diplomático inglés sufrió, en Bolivia, un desagradable
incidente. El dictador Mariano Melgarejo le ofreció un vaso de chicha, la
bebida nacional hecha de maíz fermentado, y el diplomático agradeció pero
dijo que prefería chocolate. Melgarejo, con su habitual delicadeza, lo
obligó a beber una enorme tinaja llena de chocolate y después lo paseó en un
burro, montado al revés, por las calles de la ciudad de La Paz. Cuando la
reina Victoria, en Londres, se enteró del asunto, mandó traer un mapa, tachó
el país con una cruz de tiza y sentenció: "Bolivia no existe".
Varias veces escuché esta historia. ¿Habrá ocurrido así? Puede que sí, puede
que no.
Pero la frase ésa, atribuida a la arrogancia imperial, se puede leer también
como una involuntaria síntesis de la atormentada historia del pueblo
boliviano. La tragedia se repite, girando como una calesita: desde hace
cinco siglos, la fabulosa riqueza de Bolivia maldice a los bolivianos, que
son los pobres más pobres de América del Sur. "Bolivia no existe": no existe
para sus hijos.

Allá en la época colonial, la plata de Potosí fue, durante más de dos
siglos, el principal alimento del desarrollo capitalista de Europa. "Vale un
Potosí", se decía, para elogiar lo que no tenía precio.
A mediados del siglo XVI, la ciudad más poblada, más cara y más derrochona
del mundo brotó y creció al pie de la montaña que manaba plata. Esa montaña,
el llamado Cerro Rico, tragaba indios. "Estaban los caminos cubiertos, que
parecía que se mudaba el reino", escribió un rico minero de Potosí: las
comunidades se vaciaban de hombres, que de todas partes marchaban,
prisioneros, rumbo a la boca que conducía a los socavones. Afuera,
temperaturas de hielo. Adentro, el infierno. De cada 10 que entraban, sólo
tres salían vivos. Pero los condenados a la mina, que poco duraban,
generaban la fortuna de los banqueros flamencos, genoveses y alemanes,
acreedores de la corona española, y eran esos indios quienes hacían posible
la acumulación de capitales que convirtió a Europa en lo que Europa es.
¿Qué quedó en Bolivia, de todo eso? Una montaña hueca, una incontable
cantidad de indios asesinados por extenuación y unos cuantos palacios
habitados por fantasmas.

En el siglo XX, Bolivia fue el principal abastecedor de estaño en el mercado
internacional.
Los envases de hojalata, que dieron fama a Andy Warlhol, provenían de las
minas que producían estaño y viudas. En la profundidad de los socavones, el
implacable polvo de sílice mataba por asfixia. Los obreros pudrían sus
pulmones para que el mundo pudiera consumir estaño barato.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Bolivia contribuyó a la causa aliada
vendiendo su mineral a precio 10 veces más bajo que el bajo precio de
siempre. Los salarios obreros se redujeron a la nada, hubo huelga, las
ametralladoras escupieron fuego. Simón Patiño, dueño del negocio y amo del
país, no tuvo que pagar indemnizaciones, porque la matanza por metralla no
es accidente de trabajo.
Por entonces, don Simón pagaba 50 dólares anuales de impuesto a la renta,
pero pa-gaba mucho más al presidente de la nación y a todo su gabinete.
El había sido un muerto de hambre tocado por la varita mágica de la diosa
Fortuna. Sus nietas y nietos ingresaron a la nobleza europea. Se casaron con
condes, marqueses y parientes de reyes.
Cuando la revolución de 1952 destronó a Patiño y nacionalizó el estaño, era
poco el mineral que quedaba. No más que los restos de medio siglo de
desaforada explotación al servicio del mercado mundial.

Hace más de cien años, el historiador Gabriel René Moreno descubrió que el
pueblo boliviano era "celularmente incapaz". El había puesto en la balanza
el cerebro indígena y el de un mestizo, y había comprobado que pesaban entre
cinco, siete y 10 onzas menos que el cerebro de raza blanca.
Ha pasado el tiempo, y el país que no existe sigue enfermo de racismo.
Pero el país que quiere existir, donde la mayoría indígena no tiene
vergüenza de ser lo que es, no escupe al espejo.
Esa Bolivia, harta de vivir en función del progreso ajeno, es el país de
verdad. Su historia, ignorada, abunda en derrotas y traiciones, pero también
en milagros de esos que son capaces de hacer los despreciados cuando dejan
de despreciarse a sí mismos y cuando dejan de pelearse entre ellos.
Hechos asombrosos, de mucho brío, están ocurriendo, sin ir más lejos, en
estos tiempos que corren.

En 2000, un caso único en el mundo: una pueblada desprivatizó el agua. La
llamada "guerra del agua" ocurrió en Cochabamba. Los campesinos marcharon
desde los valles y bloquearon la ciudad, y también ésta se alzó. Les
contestaron con balas y gases; el gobierno decretó el estado de sitio. Pero
la rebelión colectiva continuó, imparable, hasta que en la embestida final
el agua fue arrancada de manos de la empresa Bechtel y la gente recuperó el
riego de sus cuerpos y de sus sembradíos. (La empresa Bechtel, con sede en
California, recibe ahora el consuelo del presidente Bush, que le regala
contratos millonarios en Irak.)
Hace unos meses, otra explosión popular, en toda Bolivia, venció nada menos
que al Fondo Monetario Internacional (FMI). El fondo vendió cara su derrota,
cobró más de 30 vidas asesinadas por las llamadas fuerzas del orden, pero el
pueblo cumplió su hazaña. El gobierno no tuvo más remedio que anular el
impuesto a los salarios, que el FMI había mandado aplicar.
Ahora, es la guerra del gas. Bolivia contiene enormes reservas de gas
natural. Sánchez de Lozada había llamado capitalización a su privatización
mal disimulada, pero el país que quiere existir acaba de demostrar que no
tiene mala memoria. ¿Otra vez la vieja historia de la riqueza que se evapora
en manos ajenas? "El gas es nuestro derecho", proclamaban las pancartas en
las manifestaciones. La gente exigía y seguirá exigiendo que el gas se ponga
al servicio de Bolivia, en lugar de que Bolivia se someta, una vez más, a la
dictadura de su subsuelo. El derecho a la autodeterminación, que tanto se
invoca y tan poco se respeta, empieza por ahí.
La desobediencia popular ha hecho perder un jugoso negocio a la corporación
Pa-cific LNG, integrada por Repsol, British Gas y Panamerican Gas, que supo
ser socia de Enron, famosa por sus virtuosas costumbres. Todo indica que la
corporación se quedará con las ganas de ganar, como esperaba, 10 dólares por
cada dólar de inversión.
Por su parte, el fugitivo Sánchez de Lozada ha perdido la presidencia.
Seguramente no ha perdido el sueño. Sobre su conciencia pesa el crimen de
más de 80 manifestantes, pero ésta no ha sido su primera carnicería y este
abanderado de la modernización no se atormenta por nada que no sea rentable.
Al fin y al cabo él piensa y habla en inglés, pero no es el inglés de
Shakespeare: es el de Bush.