Venezuela: Otro frente en la guerra petrolera mundial



Gustavo Fernández Colón
Rebelión


Una espada de Damocles pende sobre la administración Bush: la incapacidad
que ha demostrado hasta ahora para sacar al país de la recesión crónica en
la que está sumido desde mucho antes de los atentados del 11 de septiembre.
La reciente reestructuración del equipo económico de la Casa Blanca, que
costó sus cargos al secretario del tesoro Paul O'Neill, al titular de la
Comisión de Valores y Cambio Harvey Pitt y al asesor económico Larry
Lindsay, es apenas un indicio de las enormes presiones que, de cara a las
elecciones del 2004, están obligando al presidente Bush a implementar un
plan de reactivación de la economía que ofrezca resultados tangibles en el
corto plazo. Sobretodo en momentos en los que el capital político de la
guerra contra el terrorismo, no sólo se ha agotado sino que comienza a
arrojar pérdidas; a raíz de las escandalosas evidencias de incompetencia y
falta de coordinación entre la CIA, el FBI y la Agencia de Seguridad
Nacional en la prevención de los ataques contra las Torres Gemelas, y la
intempestiva renuncia de Henry Kissinger a la Comisión Independiente
nombrada, apenas en noviembre, para hacerse cargo de las investigaciones
sobre las "fallas de inteligencia" del aparato estatal de seguridad.
Dos datos preocupantes del mes de diciembre completan el difícil cuadro de
la economía estadounidense: el peor desempeño en las ventas decembrinas de
las últimas tres décadas y el aumento de hasta un 30% en el precio de la
gasolina en comparación con el año pasado. Las expectativas de una nueva
guerra contra Irak y el paro de la industria petrolera venezolana, han
disparado el precio del barril de crudo por encima de los treinta dólares.
De modo que a los factores endógenos de la recesión se añaden ingredientes
exógenos cuya solución no depende tanto de la política monetaria, fiscal o
comercial; sino más bien de la efectividad de la política exterior y de los
planes militares puestos en marcha en la esfera internacional.
No es la primera vez que el ciclo económico de los Estados Unidos se ve
afectado por los vaivenes del mercado petrolero mundial. Sucedió a
principios de los setenta, cuando la OPEP negoció con las compañías
petroleras occidentales un aumento de los precios del crudo para compensar
los efectos de la devaluación del dólar, después de la eliminación del
patrón oro declarada por Nixon en 1971. Con el embargo petrolero de 1973,
impuesto por los productores árabes en protesta por el respaldo
estadounidense a Israel durante la guerra de Yom Kippur, la escasez y el
alza en los precios del combustible profundizaron -y algunos sostienen que
provocaron- la recesión sufrida por la primera potencia mundial entre 1973 y
1975.
De cualquier manera, es un hecho evidente que la paralización de la
industria petrolera de Venezuela, (país que cuenta con cerca del 7% de las
reservas mundiales de crudo y proporciona alrededor del 13% del petróleo
importado por los Estados Unidos), incide directamente en los planes de
recuperación económica del presidente Bush; al encarecer el precio interno
de la energía e incrementar las presiones inflacionarias que, hasta los
momentos, se han mantenido a raya gracias a los recurrentes recortes de las
tasas de interés efectuados por la Reserva Federal y las tendencias
deflacionarias propias de cualquier proceso recesivo.
Por otra parte, la política exterior de Washington también se ve afectada
desde el momento en que el incumplimiento en los despachos de PDVSA
incrementa el riesgo de una escalada en los precios internacionales del
crudo, en caso de que Bush decida iniciar la guerra contra Irak. Por esta
razón Humberto Calderón Berti, expresidente de la petrolera estatal
venezolana, declaró hace poco que los planes militares de los Estados Unidos
en el Golfo Pérsico tendrían que ser retrasados mientras no se logre una
solución definitiva al paro petrolero promovido por la Coordinadora
Democrática, opositora del gobierno de Chávez.
Sin embargo, examinando más detenidamente los hechos, la declaración de
Calderón Berti -en la actualidad consultor de importantes empresas
transnacionales de energía- luce como otra carnada más de la derecha
venezolana para apuntalar el respaldo de Washington al plan de
desnacionalización de la corporación estatal Petróleos de Venezuela, pues no
hay ningún indicio de que la crisis de esta compañía pueda alterar el
cronograma de las operaciones bélicas contra Bagdad previstas para la
primavera. Al contrario, la resistencia que algunos antiguos aliados de
Estados Unidos durante la Operación Tormenta del Desierto de 1990, como
Alemania y Francia, han manifestado contra el nuevo proyecto de invasión a
Irak impulsado por Bush, puede ser vencida con mayor facilidad con el
auxilio de la presión económica que implica el alza de los precios
internacionales del crudo, agudizada por el intento de paralización de la
industria petrolera venezolana. Una intervención cruenta pero corta en Irak
y la salida de Chávez por vía electoral, a más tardar en agosto, permitirían
eventualmente a Washington contar con petróleo abundante y barato para el
segundo semestre del 2003. Pues en resumidas cuentas, la premura por
derrocar a Hussein está animada por los mismos objetivos que desencadenaron
la brutal campaña militar estadounidense contra el pueblo de Afganistán y el
respaldo de la Casa Blanca al efímero golpe del pasado mes de abril en
Venezuela: el control imperial sobre las principales reservas petroleras del
planeta, el desmembramiento de la OPEP y el abaratamiento del precio de la
energía para subsidiar el despegue de las aletargadas economías del Primer
Mundo.
En el caso de Venezuela, el respaldo militar y popular al gobierno
legítimamente constituido del presidente Chávez, así como el pronunciamiento
en favor de la institucionalidad democrática formulado por la OEA, han
frustrado el intento de las corporaciones energéticas estadounidenses (y
alguna competidora española) de conseguir por la fuerza, con el apoyo de sus
aliados dentro de la casta gerencial de PDVSA, el control total de la
producción nacional. Tanto los militares golpistas del pasado 11 de abril
como los gerentes responsables del sabotaje a la industria en diciembre del
2002, lucen actualmente desarticulados ante la paciente pero contundente
respuesta del gobierno. De ahí que, a partir de ahora, la oposición enfile
todas sus baterías propagandísticas y recursos económicos en la promoción de
un referéndum consultivo de dudosa legalidad, para intentar reemplazar a
Chávez por la vía electoral. Sin embargo, en un clima de enfrentamiento y
desestabilización institucional como el que actualmente vive Venezuela,
donde el actual Consejo Nacional Electoral, en virtud de su fractura
interna, ni si quiera ha sido capaz de llevar a buen término las elecciones
sindicales del año 2001, resulta poco factible la realización de una
consulta electoral mínimamente confiable, si antes las partes en conflicto
no arriban a un acuerdo para la reestructuración del Poder Electoral y la
normalización, en la mayor medida posible, de la vida económica, política y
social de la nación. De otra manera, la campaña mediática en pro de un
referéndum consultivo para solicitar la renuncia al presidente el próximo
dos de febrero, no será más que un nuevo escenario de conflicto para forzar
la intervención de la OEA como árbitro directo de un próximo proceso
electoral y, en última instancia, para activar la más peligrosa jugada de la
derecha fascista venezolana: la intervención militar de los Estados Unidos,
tácitamente anunciada en la descabellada propuesta de eliminación de la
Fuerza Armada Nacional formulada por algunos voceros de la oposición en los
últimos días.


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Nello

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