Brasile: El giro a la derecha del presidente Lula



Epílogo: Brasil en noviembre de 2002

James Petras

Traducido para Rebelión por Manuel Talens http://www.manueltalens.com
Según la mayor parte de los criterios económicos, el régimen de Cardoso fue
el peor de los siglos XX y XXI en Brasil. Sin embargo, uno de los resultados
positivos de sus fracasos fue que provocó un cambio masivo hacia la
izquierda en el electorado. En las elecciones presidenciales de octubre de
2002, Luiz Ignacio "Lula" da Silva, el candidato a la presidencia por el
Partido de los Trabajadores obtuvo la cifra récord de 52 millones de votos,
es decir, el 61,4%, frente al 38,6% de José Serra, el delfín de Cardoso. La
elección de Lula fue el reflejo tanto de las condiciones abismales de la
economía brasileña como de las enormes expectativas de la clase trabajadora
y de los campesinos para que este gobierno lleve a cabo una profunda
redistribución de la riqueza y de la tierra, así como para que mejore los
servicios sociales, ofrezca oportunidades de trabajo y vuelva a socializar
las industrias estratégicas.

A pesar de que algunos sectores de la clase capitalista brasileña apoyaron a
Lula, los observadores estiman que más del 80% de sus votos procedían de los
pobres de zonas urbanas y rurales, que esperan cambios sociales básicos y
una ruptura con el modelo neoliberal existente.

Sin embargo, el nuevo presidente no es ni mucho menos el candidato
izquierdista de años pasados. Antes de las elecciones, designó como
vicepresidente al magnate de la industria textil Alencar, que procede del
derechista Partido Liberal, forjó alianzas con grupos evangelistas de
derecha y con sindicatos, lo cual dio lugar a protestas del clero
progresista católico y de la izquierdista Confederación de los Trabajadores
(CUT). Lula firmó asimismo un pacto con el FMI por el que se compromete a
mantener los pagos de la deuda, una política fiscal estricta y un superávit
de 3% en el presupuesto que será dedicado a las obligaciones de la deuda.
Aceptó también continuar las negociaciones de la Alianza de Libre Comercio
de las Américas (ALCA), impulsado por Washington, y se negó a apoyar un
referéndum informal sobre este asunto promovido por la iglesia y los
movimientos sociales. El programa de Lula era esencialmente de centro, pues
prometía (1) bajar las tasas de interés para los inversores sobre la base de
su distinción entre el capital "productivo" y el "especulativo"; (2)
financiar programas para que los pobres hicieran tres comidas por día; (3)
mejorar los programas de la educación y la sanidad públicas; (4) proteger
las industrias locales y (5) llevar a cabo un programa de reforma agraria.
El giro de Lula hacia el centro-derecha, alejado de un programa de cambios
estructurales, no es sorprendente. Durante el último congreso de su partido,
más de 75% de los delegados eran profesionales de clase media, funcionarios
públicos, etc.; el otro 25% incluía sindicalistas y una serie de líderes de
los movimientos sociales. Hace veinte años, el Partido de los Trabajadores
se basaba en representantes de las fábricas, activistas de las favelas
urbanas, movimientos rurales y "comunidades de base" de la iglesia
progresista. El "giro a la derecha" de Lula no es sólo un reflejo de un
cambio táctico para ganar apoyo electoral, sino del cambio estructural
interno en la composición del Partido de los Trabajadores. En segundo lugar,
las estructuras internas del partido han cambiado de manera importante.
Durante sus primeros años, el Partido de los Trabajadores estaba vinculado
directamente con los movimientos sociales, pero a principios de los noventa
evolucionó para convertirse en una máquina electoral, separada de los
movimientos, y sus miembros elegidos, tanto en los ámbitos local como
estatal y nacional, se vincularon a las estructuras institucionales. Debido
a dicho cambio, la base popular empezó a tener cada vez menos influencia en
el programa del partido y en los miembros elegidos, que se convirtieron poco
a poco en políticos burgueses convencionales, muchos de los cuales
privatizaron servicios públicos y forjaron alianzas con las elites del mundo
de los negocios. El cambio programático de Lula se vio precedido por el giro
a la derecha de muchos gobernadores, alcaldes y otros legisladores locales
del Partido de los Trabajadores. El ejemplo más notable es el de Antonio
Palocci, uno de los estrategas electorales más importantes de Lula, que ha
sido, además, el primero en acceder al gabinete (como ministro de Economía).
Cuando era alcalde de Ribeirão Preto, en el estado de São Paulo, Palocci
privatizó el agua y las compañías municipales de teléfonos y se alió con los
barones del azúcar, archienemigos de los trabajadores rurales. El paso de
Palocci por la alcaldía es una muestra más de las deficiencias de su "giro a
la derecha". Tras siete años en el puesto, la ciudad sólo trata el 17% de
las aguas residuales, los índices de desempleo y de criminalidad han
aumentado y el tiempo de espera y las colas en los hospitales también. Las
posibilidades que tiene Lula de mejorar sustancialmente el nivel de vida de
los pobres brasileños, de financiar una reforma agraria y una promoción a
gran escala del empleo y de la expansión industrial son muy limitadas, y
ello debido a sus alianzas preelectorales y a los acuerdos económicos que
pactó.

En primer lugar, su acuerdo con el FMI significa que dispondrá de muy pocos
fondos una vez que su gobierno aparte un superávit del 3% del presupuesto
para pagar la deuda pública. En segundo lugar, las tasas de interés de 23%
de Cardoso se basan en la necesidad de seguir atrayendo capital extranjero
para impedir la inflación. La aceptación por parte de Lula de esta agenda
"antiinflacionista" significa que será incapaz de disminuir sustancialmente
las tasas de interés para estimular la inversión local "productiva". Dados
los acuerdos presupuestarios de Lula y sus lazos con las elites de los
negocios, probablemente será incapaz de responder a las exigencias de los
trabajadores de aumentar los salarios, o incluso de incrementar el salario
mínimo. En el caso de que Lula responda en parte a las expectativas
populares, puede esperar que el FMI suspenda los préstamos. Si disminuye las
tasas de interés para estimular la inversión local, los inversores
extranjeros se retirarán, lo cual hará aumentar la inflación. A pesar de que
el control de la inflación puede ser una herramienta política positiva, es
bastante probable que provocara la inclusión de Lula en la lista negra de
las instituciones financieras internacionales y de los bancos locales
privatizados. El hecho de haberse comprometido con un esquema neoliberal
hará que Lula tenga dificultades para iniciar cualquier nuevo programa,
incluso los que prometió a sus nuevos aliados de las elites de los negocios.
Más aún, existe el peligro de que el nuevo régimen tenga que adoptar medidas
represivas para contener las exigencias populares dentro de los límites
impuestos por el FMI y el Partido Liberal. Durante la campaña electoral,
Lula prometió utilizar toda la fuerza de su régimen para reprimir las
ocupaciones ilegales de latifundios, es decir, los programas de las
organizaciones de los trabajadores sin tierra. También Cardoso utilizó
medidas represivas similares, de acuerdo con sus alianzas preelectorales con
los hacendados que controlan el Partido del Frente Liberal. No cabe duda
alguna de que Lula ha heredado una economía en condiciones desastrosas:
inflación galopante, casi 20.000 millones de dólares de desembolsos anuales
para la deuda externa, déficit de la balanza de pagos, crecimiento negativo
per cápita, una moneda en declive, fuga de capitales, grandes desigualdades
y un desempleo y una pobreza cada vez mayores. Pero existen dos opiniones
ante la crisis brasileña. La perspectiva progresista la considera como una
oportunidad para transformar el país, argumentando que es precisamente el
fracaso de las políticas liberales y las alianzas con la derecha lo que
exigen una ruptura clara con el pasado y un giro hacia la izquierda para
redistribuir la riqueza y estimular la economía local, renacionalizar la
industria y las instituciones financieras, retener la renta para inversiones
dentro del país y generar empleo, así como para realizar una reforma agraria
que estimule el consumo rural de productos industriales y la reducción de
las importaciones alimentarias.

La perspectiva conservadora -que predomina en el régimen de Lula- arguye que
la crisis interna requiere la conformidad con el modelo existente para
"estabilizar" y "reactivar" la economía, lo cual permitiría llevar a cabo
reformas sociales una vez pasada la crisis. Esencialmente, esta orientación
en "dos etapas" sólo prevé cambios al alza en el gasto público.

En nuestra opinión, la perspectiva conservadora únicamente perpetuará o
incluso profundizará la crisis e impedirá las reformas marginales. El
problema de la "reducción de la pobreza" sólo se puede resolver eliminando
la concentración de la riqueza que produce la pobreza y perpetúa las
desigualdades. Y la manera más eficaz de impedir las fugas de capitales
consiste en cambiar las formas de propiedad y las relaciones sociales de
producción.

El nuevo régimen tiene un mandato de más del 90% de los 52 millones de
brasileños que votaron por Lula para llevar a cabo una transformación
social. Si el gobierno de los Trabajadores sucumbe a las lisonjas de las
concesiones al comercio marginal de la Administración Bush y a los préstamos
del FMI y del Banco Mundial, y da la espalda a las exigencias mayoritarias
de cambios sociales básicos, no solamente desilusionará a millones de sus
seguidores, sino que pospondrá el desarrollo de Brasil durante otra
generación.

Tres semanas después de su aplastante victoria electoral, Lula dio una clara
señal de la dirección que tomará su régimen. Convocó una reunión de los
líderes de sindicatos, trabajadores rurales, empleados y funcionarios de
gobierno para discutir un "pacto social". El tema principal que debatieron
fue una "reforma laboral" que aumentaría el poder de la patronal para
contratar y despedir trabajadores y congelar salarios, la eliminación de un
impuesto a la patronal para financiar programas sociales y sindicatos y la
concesión, también a la patronal, del poder de renegociar contratos que
invaliden las ventajas sociales legalmente establecidas de los trabajadores.
Al mismo tiempo que daba prioridad a la aceptación de las exigencias de la
patronal, Lula se negó a conceder un incremento inmediato del salario mínimo
de 50 dólares por mes y prometió considerar un incremento de en torno al 10%
(5 dólares), pero a mediados de 2003. Está claro que Lula, al igual que su
predecesor Cardoso, más que representar a sus electores trabajadores, lo que
hizo fue dar señales de izquierda antes de las elecciones, pero luego se ha
pasado a la derecha. Las dos centrales sindicales principales, la CUT
(Confederación Unida de Trabajadores) y la Força Sindical, así como el
movimiento de los sin tierra (MST), han rechazado de plano las proposiciones
de Lula y han afirmado al mismo tiempo su independencia con respecto al
nuevo gobierno. La agresividad con la que Lula lleve a cabo su programa
favorable a los negocios será lo que determine en qué momento tendrá lugar
la ruptura entre su régimen y las centrales sindicales.

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Nello

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