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Elecciones argentinas: La restauración del aburrimiento





 Raúl Zibechi

¿Valió la pena?

¿Qué se consiguió con el despliegue de aquel movimiento que, al costo
de decenas de muertos, derribó un gobierno incompetente y represivo?
Las dudas sobre la necesidad o no de la acción social, desde la
protesta hasta las revoluciones, aparecen de forma sistemática a lo
largo de la historia cuando se aquietan las aguas y retorna la
"normalidad" de la vida diaria. En esos momentos, en los cuales todos
los avances que trajo la movilización social parecen disolverse en las
aguas heladas del cálculo económico o electoral, las jornadas festivas
de algarabía y confraternización se tornan pesadillas a evitar.

Las elecciones argentinas marcan el fin de un período de aguda
confrontación. Los candidatos con más chance de pasar a la segunda
vuelta, Menem y Néstor Kirchner, son más de lo mismo, aunque el ex
presidente reúne todas las condiciones para el rechazo de una parte
considerable de la ciudadanía. De ahora en más, el potente movimiento
que se puso en marcha hacia 1997, deberá apostar a sobrevivir en un
clima de restauración, en el que la represión apuesta a que los
protestones opten por quedarse en sus casas prendidos al televisor.

Cambio y continuidad

A menudo suele olvidarse que luego de las grandes agitaciones sociales
sobrevienen períodos autoritarios. Así sucedió con la "reacción
termidoriana" que siguió a la revolución francesa, con el
aplastamiento de la Comuna de París por las tropas de Thiers y con el
negro período del estalinismo que sucedió a las agitadas jornadas
entre 1917 y 1921 en Rusia. Más recientemente, a la agitación del mayo
francés le siguió el aplastante triunfo de Charles de Gaulle, con cuya
elección los franceses hicieron su propia llamada al restablecimiento
del orden.

Al parecer, los ciclos de protesta (una fase de intensificación de los
conflictos, con una rápida difusión de la acción colectiva, innovación
de las formas de lucha y combinación de la participación organizada y
no organizada, según el sociólogo Sidney Tarrow) tienen lógicas
intrínsecas que auspician su aparición y determinan su extinción. De
forma casi sistemática, se dan condiciones para el inicio de un ciclo
de protesta cuando los sectores dominantes modifican sus alianzas o
cuando se producen conflictos entre las elites, que hacen más difícil
la represión a los disidentes. En esos casos suele suceder que la
iniciativa pasa de las elites al llano. De la misma forma, cuando las
elites consiguen cicatrizar sus diferencias, a menudo introduciendo
reformas para neutralizar parte del movimiento, y cuando éstos se
dividen o fragmentan, la iniciativa política retorna del llano a las
élites.

Ciertamente, el anterior esquema es apenas un marco de referencia para
comprender los porqués de las agitaciones sociales y de sus
aparentemente bruscas interrupciones. Lo que suele olvidarse, es que
los movimientos suelen ser víctimas de sus victorias; triunfos que las
más de las veces son indirectos y, sobre todo, se manifiestan al cabo
de cierto tiempo, gracias a que emergen nuevas culturas sociales y
políticas que se plasman en mayor conciencia, más participación y
cierta democratización de la vida cotidiana.

¿Periodo de repliegue?

Hacia mediados de los noventa, en gran parte de América Latina se
registró una notable reactivación de los movimientos populares. Y
ahora, a comienzos del nuevo siglo, en los países en los que más lejos
llegó la protesta y la movilización, su intensidad parece dar paso a
realidades nuevas e inciertas.

En México, la irrupción del zapatismo en 1994 cambió el mapa social y
político. Quizás el punto más alto fue la movilización de millones de
mexicanos durante la caravana zapatista que llevó a la comandancia del
EZLN desde Chiapas a la capital del país. Luego, sobrevino un largo
silencio zapatista como consecuencia de la negativa del parlamento a
aprobar una ley sobre derechos indígenas, y niveles mucho más bajos de
actividad social. Quizás el logro más duradero de este ciclo,
especialmente removedor, haya sido la derrota del partido-estado, el
PRI, que luego de 60 años fue derrotado por el derechista PAN. Sin
duda, algo que no buscaban los insurgentes, pero que fue en gran
medida uno de los resultados de su acción.

En Brasil, el Movimiento Sin Tierra experimentó un gran salto adelante
en los noventa. En 1996, el año de la masacre de Eldorado de Carajás,
realizó 176 ocupaciones de tierras, cuando el promedio era de sólo 50
ocupaciones anuales. El año siguiente realizó 180 ocupaciones y una
enorme Marcha Nacional por la reforma Agraria que recorrió todo el
país para concluir el 17 de abril en Brasilia con más de 100 mil
manifestantes, algo inédito en esa ciudad. Hasta el año 2000 la
movilización siguió siendo importante, poniendo el tema de la reforma
agraria en el centro del debate político nacional. De ahí en más, y
sobre todo desde el triunfo electoral de Lula, los sin tierra
enfrentan una situación muy difícil: la reforma agraria no avanza de
la forma que esperaban, pero tampoco están en condiciones de desatar
oleadas de ocupaciones como cuando gobernaba la derecha.

Bolivia tienen también similitudes. Desde el alzamiento indígena de
1990, que convirtió a los olvidados en actores centrales, derribaron
dos gobiernos y frenaron varios intentos privatizadores. El clímax del
movimiento social se registró en enero de 2000, cuando derribaron al
presidente Jamil Mahuad y controlaron, durante algunas horas, el poder
estatal con el apoyo de un grupo de coroneles. El reciente triunfo
electoral de Lucio Gutiérrez, en cuyo gobierno hay destacados
representantes indígenas, coloca al movimiento en una situación muy
delicada, toda vez que el nuevo presidente parece empeñado en seguir
aplicando las recetas neoliberales. En Bolivia, las insurrecciones de
2000 a 2003 parecen haber contribuido a legitimar la formación del
Movimiento Al Socialismo, liderado por Evo Morales, que conquistó una
importante representación parlamentaria. Pero el movimiento mostró, en
ese mismo proceso, los límites de ese intenso ciclo de protestas.

Cambios, ¿qué cambios?

En todos los casos, se registra un traslado de la iniciativa social y
política desde el llano hacia las elites. En Argentina, luego de la
insurrección del 19 y 20 de diciembre, y sobre todo después de los
sucesos del puente Pueyrredón, en Buenos Aires, donde fueron muertos
dos piqueteros, el ciclo de protesta parece haber iniciado una fase
defensiva. Fue en ese momento que el presidente Eduardo Duhalde
decidió convocar elecciones, como forma de recomponer los cuadros
gobernantes y ganar legitimidad. A la vez, las divisiones en el
movimiento social se agudizaron. El gobierno negoció con los grupos
piqueteros más numerosos, el movimiento de fábricas ocupadas (unas 140
actualmente) se dividió en tres partes y las asambleas barriales
sufrieron los efectos del desgaste y de la división introducida por
los partidos de izquierda. La represión, selectiva pero muy dura, es
el telón de fondo de este proceso a lo largo del último año, pero se
ha intensificado en los últimos meses.

Así las cosas, recomposición arriba y división y desgaste abajo, el
recambio presidencial llega en el momento más bajo del movimiento
social. Nuevamente, las preguntas se acumulan: ¿Qué queda de aquellos
agitados días de diciembre? ¿Cómo medir el cambio en la sociedad
argentina, que parecía tan evidente un año atrás? ¿Pueden medirse los
cambios en el terreno de los resultados electorales?

El movimiento social argentino ha ido muy lejos en su rechazo a la
representación: lo que ha sido cuestionado no es quiénes dirigen el
aparato estatal, sino la idea mismo de que existan dirigentes. En ese
sentido, la izquierda argentina es prisionera de una grave
contradicción: apoya el "que se vayan todos", pero reclama los votos
de esas mismas personas y movimientos para representarlos.

Los cambios reales no siempre cuajan en nuevas instituciones, son
siempre culturales y, por lo tanto, lentos: "Los efectos de los ciclos
de movimiento social son indirectos y en gran medida impredecibles.
Actúan a través de procesos capilares bajo la superficie de la
política, conectando los sueños utópicos, la solidaridad exaltante y
la retórica entusiasta del clímax del ciclo al ritmo glacial,
culturalmente constreñido y enfrentado a resistencias sociales del
cambio social".

En suma, ni el cambio es completo ni la continuidad es absolutamente
hegemónica; cambios y continuidades se entrelazan y aparecen de formas
insospechadas, a menudo invisibles para la mirada institucional.
Quedan en pie, no obstante, cientos de emprendimientos, en los que la
gente desarrolla su poder como capacidad de hacer, donde establecen
relaciones que van a contramano de las hegemónicas, redes valiosas
para la sobrevivencia cotidiana que emergerán fortalecidas en el
próximo período de alza del movimiento*.

Una mirada más atenta, permite aventurar que, aunque este es un
momento de repliegue, el movimiento social argentino está creciendo
hacia adentro, desarrollando sus capacidades, aprendiendo a trabajar
colectivamente y vinculando personas y grupos de diferentes sectores
sociales. Una pequeña sociedad nueva está naciendo en el seno de la
Argentina que se hunde. Todo esto no es visible ni interesante para
los políticos; sucede de forma subterránea, molecular, hasta que un
día, ¡oh sorpresa!, vuelva a dar un campanazo y entonces, sí, los
políticos de todos los colores volverán a prestarles atención y las
cámaras de televisión volverán a enfocar la rebeldía de los de abajo.

* Sidney Tarrow, "El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la
acción colectiva y la política", Alianza, Madrid, 1997, p. 311.

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