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PlanColombia secondo H. Kissinger



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10/6/2001

Plan Colombia, ¿una salida del caos?

Henry Kissinger*

Colombia es un país lleno de ambigüedad. Tiene una larga historia de
ininterrumpida democracia; durante gran parte de la última mitad del siglo,
sus líderes han sido impecablemente civilistas y surgido de elecciones
periódicas, aunque en la mayoría de ese período los partidos políticos han
conspirado para alternarse en el ejercicio del poder. Colombia además evitó
en gran medida el ciclo de boom y crisis que afligió a sus vecinos. A través
de un manejo fiscal prudente, escapó en esencia la crisis de la deuda
latinoamericana de los ochenta y no requirió una reestructuración de su
deuda externa.
Pero Colombia tiene también una tradición de extrema violencia. Durante el
último medio siglo se ha visto golpeada por una viciosa guerra civil. Parte
de la razón para la endémica violencia es que Colombia es sumamente
heterogénea. Diferentes culturas en varias partes del país constituyen, de
hecho, sociedades disímiles: las montañosas, donde vive la mayor parte de
personas de origen europeo; las planicies costeras, habitadas por muchos de
los descendientes de esclavos traídos al país en el siglo XIX; y las
regiones selváticas, donde sobreviven vestigios de la cultura indígena
original.
La guerra civil, iniciada originalmente por grupos radicales marxistas, se
ha mezclado con la industria del narcotráfico, que provee la mayoría de las
drogas ilegales que se consumen en Estados Unidos. Los productores de
narcóticos financian a las guerrillas, que a cambio de las armas que pueden
entonces adquirir, ofrecen paraísos seguros para la producción de coca. Como
resultado, las guerrillas están, en muchos casos, mejor financiadas que el
Gobierno. El Gobierno ha sido, por lo tanto, incapaz de romper el
desequilibrio militar resultante; sus frustraciones han llegado al punto de
garantizar a las guerrillas paraísos seguros. Partes del país son, en
efecto, gobernadas por grupos radicales determinados a tumbar el gobierno
central y por productores de narcóticos que desafían abiertamente la
legislación nacional.
En este proceso, Colombia se encuentra atrapada en el dilema clásico de la
guerra de guerrillas. Las guerrillas no tienen que luchar excepto cuando
tienen la mano ganada ­especialmente cuando operan fuera de sus paraísos. Y
tampoco están obligados a ganar batallas; su meta es cobrar víctimas que
minarán el poder establecido del Gobierno y sus bases de consenso político.
Las guerrillas generalmente ganan siempre que no pierden y, por el
contrario, el Gobierno pierde si no gana ­esto es, si no destruye a las
guerrillas.
Históricamente, las guerras de guerrillas, como las guerras civiles, han
terminado, o bien en la victoria total de uno de los bandos o bien en la
posterior exterminación de ambos. Las negociaciones entre los actores casi
nunca concluyen en un compromiso ­pero éstas continúan siendo la
prescripción favorita de los asesores norteamericanos que urgen salidas
³políticas²­. Tampoco han tenido éxito en Colombia a pesar de los tremendos
intentos del Gobierno y el extraordinario paso de ceder un territorio
sustancial a las dos mayores bandas guerrilleras.
Todo esto ha convertido a Colombia en el más amenazador desafío de política
internacional en América Latina para los Estados Unidos. Un colapso de
gobernabilidad es una amenaza. Paramilitares autónomos conducen una guerra
abierta contra las guerrillas, y la ley y el orden van camino a una total
ruptura. Para los Estados Unidos, las consecuencias de semejante desenlace
serían graves. Una desintegración nacional en Colombia sería una bomba para
el progreso económico de la región, generaría una oleada de refugiados que
inevitablemente llegaría a orillas de los vecinos de Colombia y a Estados
Unidos, y acabaría con las limitadas acciones de control al narcotráfico que
existen actualmente en el país. Dejaría un gobierno radical marxista
soportado, al menos temporalmente, por dinero del narcotráfico en la mayor y
más tradicional nación de los Andes. Esta crisis es en diferentes órdenes
mucho más seria que la inestabilidad en Haití, que precipitó la malhadada
intervención de la administración Clinton, o en Panamá, que llevó a una
respuesta militar de la administración de George H. W. Bush.
No hay duda de que Estados Unidos tiene un interés en el restablecimiento de
la estabilidad en Colombia. Debe hacer todo cuanto pueda para ayudar a
edificar allí un gobierno capaz de hacer cumplir sus propias leyes contra la
producción de cocaína y heroína, contra los laboratorios de procesamiento de
drogas, y contra los elaborados sistemas de transporte diseñados para mover
las drogas desde Colombia para la distribución y consumo en los Estados
Unidos. Ésta es la razón por la que en los últimos meses la administración
Clinton dio impulso, bajo el lema ³Plan Colombia², a un vasto programa de
asistencia. Los US$1,2 millones proyectados son para ser gastados en
helicópteros avanzados y otros equipos, con asesores estadounidenses para
entrenar tropas para combatir en la guerra contra la guerrilla. El propósito
es destruir el segmento de las drogas de los movimientos guerrilleros,
dejando a las guerrillas bien en situación de rendirse o de negociar su
retirada.
Desafortunadamente el énfasis casi exclusivo de una solución militar del
Plan Colombia, virtualmente invita al fracaso. Para ayudar al Gobierno
colombiano a reafirmar su autoridad sobre las áreas guerrilleras productoras
de drogas, para controlar los sistemas de procesamiento y transporte, y para
ganar la guerra triangular a las guerrillas y los grupos paramilitares, se
necesita mucho más que helicópteros de ataque y un puñado de tropas sujetos
a un corto curso con instructores americanos. Los cultivadores de drogas, en
su mayoría pequeños y pobres agricultores, deben tener una amplia
oportunidad para emprender cultivos alternativos. La asistencia de los
Estados Unidos a Colombia para agricultura alternativa ha sido ínfima
comparada con la ayuda militar. Hasta ahora ha sido la desesperación
económica de los pequeños agricultores colombianos la que los ha convertido
en fácil objetivo de los productores de drogas.
Entonces, también las facciones paramilitares derechistas deben ser metidas
en cintura. Los derechos humanos de aquellos que viven en las zonas de
violencia deben ser protegidos no sólo de las guerrillas sino también de las
autodenominadas fuerzas de seguridad privadas que justifican su existencia
en la ineficacia de las fuerzas gubernamentales de seguridad y policía. La
reforma total e indiscriminada de las instituciones de justicia criminal es
esencial.
En estas circunstancias, el Plan Colombia carga con el mismo momento
desesperanzador que condujo a América a involucrarse en Vietnam, primero un
punto muerto y después frustración: hacia afuera los Estados Unidos limita
su involucramiento al entrenamiento y al suministro de equipo militar vital
­en este caso grandes helicópteros de ataque­. Pero una vez que los
esfuerzos sobrepasan un cierto punto, los Estados Unidos, para evitar el
derrumbe de las fuerzas locales en las cuales ha invertido su propio
prestigio y tesoros, serán llevadas a tomarse el terreno por sí mismos.
Cuando los intereses están a estas alturas, es peligroso emprender la
empresa sin el apoyo de por lo menos algunos de los principales países
latinoamericanos. La cooperación hemisférica, sin embargo, ha sido
dolorosamente escasa con respecto al Plan Colombia. Bajo Hugo Chávez,
Venezuela, que tiene una extensa frontera con Colombia, simpatiza con las
guerrillas radicales y se opone inclusive a una presencia americana
indirecta cerca de sus límites. Brasil, con otra extensa frontera, ha estado
hasta ahora poco comprometido con respecto al papel de los Estados Unidos.
Perú y Ecuador están demasiado preocupados con sus problemas domésticos para
prestar una ayuda efectiva. Los vecinos de Colombia por lo general temen
tanto que el Plan tenga éxito como que falle. A ellos les preocupa que, si
la industria de los narcóticos es sacada de Colombia, se moverá hacia
Ecuador, Perú y Brasil y al involucrar a sus propias fuerzas armadas con los
cultivos de coca éstas terminarán convirtiéndose en movimientos
guerrilleros. Muchos de ellos temen más un gobierno de izquierda en Bogotá,
tolerante con los carteles de la droga, menos que a los centros de
narcóticos en sus propios países.
Como una coartada para su desgano a cooperar, los gobiernos latinoamericanos
tienden a citar la hipocresía de los Estados Unidos, reclamando que EU está
más preparado para dar la guerra contra las drogas en territorios
extranjeros que para combatir su consumo doméstico. Las críticas
latinoamericanas al énfasis de los Estados Unidos en el problema de los
suministros tiene mérito, en la medida en que hace énfasis en las
reducciones de los Estados Unidos en la guerra doméstica contra las drogas.
Hasta ahora esto no altera la realidad que el efecto de la cultura de la
droga es inclusive más corrosiva en Latinoamérica que en los mismos Estados
Unidos. En los sistemas altamente centralizados como los latinoamericanos,
la corrupción asociada con el comercio de las drogas inevitablemente alcanza
a altos funcionarios y al sistema de justicia criminal. En un sistema
descentralizado como el de los Estados Unidos, la corrupción se focaliza en
los niveles locales. En América Latina comerciar con drogas ilegales es
políticamente desestabilizador; en los Estados Unidos es una vergüenza
política y una crisis social. No obstante, ambas regiones pagarán un enorme
precio ­no menor del que será la corrosiva influencia en las relaciones
bilaterales­ si el problema no es resuelto cooperativamente.
La nueva administración no tiene tarea más importante que obtener
cooperación para un programa el cual combina el aspecto militar del Plan
Colombia con un precavido programa social de agricultura y reformas
judiciales. Un importante primer paso es expandir la cooperación entre
México y Estados Unidos para controlar el flujo de drogas de Colombia a
través de México hacia Estados Unidos.
El presidente mexicano, Vicente Fox, ha establecido su programa de control
cooperativo que podría ser extendido a Centroamérica y Colombia.
Los otros países, especialmente los vecinos de Colombia, podrían
involucrarse tomando de base el hecho de que ellos no están en capacidad de
permitir que el gobierno pierda el control en más partes del país.
En algún momento, se podría concluir que si no hay más alternativa que
negociar un acuerdo con la guerrilla, ése sería el paso final antes de
perder el control de todo.
La decisión de la administración de Clinton de resistirse a un resultado
como éste si fuera necesario, es incomprensible. Pero ésa es la preocupación
de quienes ven venir el peligroso final de un prolongado e inconcluso
esfuerzo antiguerrilla y antidrogas.
Como alguien que sirvió en la administración que heredó la guerra de Vietnam
en un punto muerto, recuerdo que todo empezó como un esfuerzo para usar la
tecnología americana para derrotar a las guerrillas indígenas. Yo soy, sin
embargo, extremadamente sensitivo cuando los conflictos armados comienzan
por motivos nobles, pero lamentablemente siempre terminan en un punto
muerto, desilusionante, y lo peor es que acaban por convertirse en una
amenaza para la estabilidad y la seguridad.
El aspecto militar del Plan Colombia y su unilateral ejecución por parte de
Estados Unidos es el mejor camino para ganar tiempo en un programa
hemisférico, social y político. ¿Pero qué pasa si los países de
Latinoamérica se niegan a cooperar? Dada la importancia de Colombia y los
peligros asociados con su colapso, un programa sustancial de asistencia es
apropiado. Pero Estados Unidos no debe cruzar la línea de una simple
asesoría que lo haga participante en el conflicto. Entrenar el personal
militar colombiano podría tener lugar en Estados Unidos o en bases cercanas,
por ejemplo en Panamá. Los propósitos, e igualmente los límites de ese
programa necesitan ser claramente definidos. Y el inevitable debate nacional
debe ser conducido con algo de entendimiento de la realidad local,
especialmente desde que los grupos guerrilleros han aprendido a sacar
provecho de las preocupaciones de Occidente sobre los derechos humanos para
justificar la intervención (como en Kosovo) o inducir un retiro (como en
Vietnam).
Antes de que Estados Unidos se enrede más, la nueva administración debería
definir sus objetivos: ¿son ellos la estabilización de la situación militar
o la victoria? Y, ¿cuál es la diferencia? ¿Cuál es el peligro de la
estabilización militar, es el preludio de una derrota? Si la victoria es el
objetivo, ¿cuál es su definición, cuánto tiempo tomará y cuánto esfuerzo
requerirá? ¿Hasta dónde podremos llegar solos? Sobre todo, la administración
debe explicar a la gente a qué se enfrenta, para que nosotros no nos dejemos
llevar por decisiones que no permitan ni un triunfo ni una salida.

Copyright (c) 2001 de Henry Kissinger. Tomado de su próximo libro ŒDoes
America Need a Foreign Policy?¹, por Henry Kissinger, a ser publicado en
junio de 2001 por Simon & Schuster. Reproducido con permiso del editor y del
autor.


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Martin E.Iglesias     martinerrico@libero.it
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³Cadauno de nosotros somos el ladrillo de nuestra futura casa....²
³Ciascuno di noi è il mattone della nostra casa futura....²
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(Dalla Campagna NoNobel - http://www.peacelink.it/tematiche/latina/nobel/)