HEGEMONIA Y GUERRA CULTURAL: 
            Aproximaciones a una estrategia de 
            resistencia desde 
            América Latina y el 
            Caribe
 
              
            A partir de esta perspectiva, la 
            aproximación al análisis de la hegemonía implica su ubicación en 
            múltiples niveles de abstracción, como recuerda Ana Esther Ceceña 
            (2004). El más general corresponde al modo de producción y 
            organización social, vinculado a las leyes generales de 
            funcionamiento del sistema. Sin embargo, entre los demás, el más 
            trabajado es el nivel de la competencia, según la denominación de 
            Marx, referido a las modalidades de dominio al interior del sistema. 
            En éste se inscribe el tránsito de un centro de domino capitalista a 
            otro y el ejercicio hegemónico de uno de ellos. A partir de este 
            enfoque es posible diferenciar entre hegemonía capitalista y 
            hegemonía estadounidense. 
              
            
            Aunque parezca contradictorio, 
            al menos en el corto y mediano plazos, no son incompatibles el 
            fortalecimiento de la hegemonía estadounidense y el deterioro 
            simultáneo de la legitimidad capitalista. Este último fenómeno 
            aparece como un movimiento ambivalente que abarca el divorcio 
            creciente entre el discurso del progreso capitalista y la capacidad 
            real para satisfacer las necesidades básicas de la humanidad, por 
            una parte, y por otra el reforzamiento de la capacidad de dominio, 
            de la concentración de riqueza y poder, y de la reconstrucción del 
            imaginario colectivo sobre la base del pensamiento único y la 
            ilusión global. Pero, al tiempo que la legitimidad capitalista sede 
            ante la exclusión social y la expansión de otras visiones del mundo, 
            no se vislumbra el posible relevo a la hegemonía estadounidense 
            (Ceceña, 2004:41-42). 
              
            
            La producción en torno al tema, 
            creciente y a veces contradictoria, registra un amplio consenso al 
            concebir la hegemonía como un fenómeno multidimensional, más allá de 
            los límites del poderío económico y militar, basado en la capacidad 
            para generalizar una visión del mundo. El poderío militar y la 
            organización económica, para ser eficaces, deben constriur 
            "discursos de verdad" y convencer de su infalibilidad y de su 
            inmanencia, al tiempo que deben estar integrados a una visión del 
            mundo capaz de brindar explicaciones coherentes en todos los campos, 
            sin olvidar el de la vida cotidiana. El soporte de la hegemonía 
            radica en la capacidad para universalizar la concepción propia del 
            mundo, de modo tal que desplace la perspectiva de un mundo pensado 
            sobre otras bases, al punto de llegar a admitirlo como deseable pero 
            imposible de alcanzar. En consecuencia, desde la perspectiva 
            hegemónica actual, la batalla primera es contra cualquier 
            posibilidad de organización distinta de la capitalista, sin 
            distinguir si se trata de herencias culturales, principios 
            religiosos o tradiciones, invenciones, utopías, indisciplinas o 
            rebeldías (Ceceña, 2004:39-40 y 47).  
            
              
            
            Los acontecimientos a partir del 
            11 de septiembre de 2001, desde varias perspectivas, han reforzado 
            la argumentación de la crisis relativa de la hegemonía 
            estadounidense. Ana Esther Ceceña sostiene que la hegemonía 
            estadounidense está en decadencia al mismo tiempo que se encuentra 
            más fuerte y consolidada que nunca antes en la historia. El análisis 
            de los factores que sostienen la posición hegemónica no se 
            circunscriben  a la supremacía militar y el 
            poderío económico.  La dimensión cultural ocupa un 
            espacio significativo, toda vez que Estados Unidos conserva, no 
            obstante las contradicciones, la capacidad para generalizar un 
            paradigma cultural correspondiente al american way of life 
            and thinking, y a lo que éste significa en otras 
            situaciones y culturas, que coincide con la homogeneización de 
            mercados, la estandarización de la producción y la unificación de 
            las visiones sobre el mundo (Ceceña, 2002:181 y 169). 
            
              
            
              
            
            II 
            
              
            
            Históricamente, las tensiones 
            derivadas de la relación inequitativa entre los países centrales y 
            los periféricos han amenazado la conservación del 
            status  quo favorable a los 
            intereses imperialistas. En consecuencia, los mecanismos de 
            preservación del orden capitalista han sido ampliados y renovados 
            progresivamente, apelando a cada uno de sus poderes. El cultural 
            comenzó a recibir atención creciente desde fines del siglo XIX, a 
            partir del origen mismo del fenómeno imperialista. 
            
              
            
            El proyecto  hegemónico implementado 
            por Estados Unidos --gestado durante el siglo XIX, madurado en el 
            siglo XX y vigente en el actual, cuando aspira a la dominación de 
            espectro completo (full spectrum)-- sin 
            renunciar a los demás recursos, se ha caracterizado por el empleo de 
            los elementos de formación o consolidación de consensos. 
            Paralelamente a la explotación de la fuerza del vapor, la 
            electricidad, la combustión interna y la reacción termonuclear, el 
            imperialismo estadounidense se ha servido de las posibilidades que 
            le han ofrecido la expansión de la prensa y las invenciones 
            sucesivas de la radio, la televisión y otros novedosos medios de 
            difusión masiva y reproducción cultural -sean novedosos o 
            tradicionales-, en 
            la construcción dirigida de la opinión pública en poblaciones tanto 
            centrales como subalternas. 
              
            
            Luego de aparecer el socialismo 
            como formación sociocultural y expandirse hasta la creación de un 
            sistema de estados tras la Segunda Guerra Mundial, el imperialismo 
            estadounidense encabezó la competencia con la nueva formación 
            explotando cada uno de sus poderes.  El cultural 
            fue empleado a fondo, no obstante la hipertrofia de los componentes 
            ideológicos que encabezaron el enfrentamiento en su dimensión 
            espiritual. Décadas más tarde, el derrumbe del muro de Berlín y la 
            disolución del socialismo en Europa Oriental, además de contraer la 
            formación sociocultural socialista a sus reductos asiáticos y 
            cubano, contribuyó a catalizar el proceso globalizador en su 
            expresión más depredadora, la neoliberal, y a subrayar la hegemonía 
            norteamericana desde la condición de única superpotencia. 
            
              
            
            El proceso de transnacionalización, -del cual sabemos cuanto implica 
            de desnacionalización y en que medida es predominantemente 
            estadounidense, se ha servido del neoliberalismo como geocultura 
            para empedrar sus nuevos caminos. El neoliberalismo parece tener un 
            mandamiento único: maximizar las ganancias.  Para 
            lograrlas, sus beneficiarios no solo apuntan hacia la 
            estandarización económica y política.  La búsqueda 
            de una pretendida anulación de toda organización que le resulte 
            disfuncional pasa por la homogeneización cultural y de los sistemas 
            de valores.  Pensamiento único y dictadura del 
            mercado resultan las caras de la misma moneda. 
            
              
            
            La diversidad de patrones 
            culturales, de objetos y hábitos de consumo, es un factor de 
            perturbación inaceptable para las necesidades de expansión continua 
            de lo que Immanuel Wallerstein denomina economía 
            mundo. Al ser absorbidas en un sistema unificado, todas 
            las formas de producción son reunidas y en gran medida 
            homogeneizadas las diferentes modalidades de producción 
            cultural.  Esa homogeneización no tiene lugar como 
            una relación de reciprocidad.  Autores como Néstor 
            García Canclini han estudiado cómo la transnacionalización del 
            capital, acompañada de la transnacionalización de la cultura, supone 
            un intercambio desigual de los bienes materiales y 
            simbólicos.  Los mercados nacionales son 
            convertidos en satélites de las metrópolis, según la lógica 
            mundializadora, y las culturas nacionales son sometidas a un 
            reordenamiento contrario a su desarrollo autónomo que estandariza el 
            gusto y reemplaza las ofertas locales por bienes industriales; 
            cambia el lenguaje y los hábitos distintivos por los que impone el 
            sistema centralizado; y sustituye creencias y representaciones por 
            la iconografía de los medios masivos (Canclini, 1982). 
            
              
            
            Dicho de otro modo, la dimensión 
            cultural de la globalización neoliberal responde también a la 
            racionalidad de maximizar ganancias por el camino de minimizar la 
            resistencia.  Las aspiraciones populares son 
            distanciadas de la acción social liberadora y enclaustradas en las 
            vidrieras y las pantallas de televisión. Este camino de la 
            producción industrial del consenso parece resultar más rentable para 
            el ejercicio hegemónico que la aplicación directa de la fuerza. 
            
              
            
            En la relación con el hegemón 
            norteamericano, si alguna vez concluyó la Guerra Fría, está por 
            alcanzarse el fin de la  guerra 
            cultural.  En los Estados Unidos, a principios de 
            la década de los años setenta del siglo XX, la comisión consultiva 
            gubernamental sobre información reportaba que el mundo no sólo 
            estaba por convertirse en un único mercado, y avanzaba también hacia 
            la formación de una esfera cultural única.  Poco 
            tiempo después, el académico Robert G. Weesson (1979) advirtió que 
            la modernización de la política exterior estadounidense implicaba 
            conceder mayor atención a sus dimensiones psicológico-culturales 
            para mantenerse viable.  Algunos años más tarde, 
            el equipo redactor de Una estrategia para América Latina en 
            la década de 1990, texto más conocido como 
            Documento de Santa Fe II, reclamó un empleo más 
            eficiente de la “industria de concientización”.  
            Una de las propuestas formuladas en dicho documento 
            reclamaba, como asunto de máxima prioridad, el fortalecimiento 
            presupuestario de la Agencia de Información de Estados Unidos (USIA) 
            y de la oficina de Diplomacia Pública.  La 
            naturaleza del proyecto al cual estarían dedicados dichos recursos 
            se hizo explícita desde el texto: “La USIA es nuestra agencia para 
            librar la guerra cultural”. 
              
            
            La formulación, aplicación e 
            impacto de la guerra cultural, denominación 
            proveniente de un equipo bien distante del marxismo y las 
            izquierdas, conduce más allá de una simple revisión del concepto de 
            cambio dirigido, propuesto medio siglo antes por 
            Ralph Linton, para explicar los casos en que una de las partes en el 
            contacto intercultural interviene activa e intencionalmente en la 
            cultura del otro.  Desde una aproximación 
            preliminar, la guerra cultural es sinónimo de la 
            sustitución o destrucción de los valores de un sujeto de identidad 
            por los de otro, para beneficio del segundo.  
            Cuando este recurso alcanza el rango de instrumento de 
            política exterior de una potencia, y especialmente cuando esa 
            potencia tiene el poder suficiente para iniciar la construcción de 
            un orden mundial ajustado a sus intereses, cada vez más excluyentes 
            hasta de las potencias aliadas o afines, la cultura conforma una 
            dimensión inaplazable en los diseños de las estrategias de seguridad 
            nacional, al menos para los países periféricos. 
            
              
            
            A la luz de la historia, la 
            guerra cultural había comenzado mucho antes. Sin remontarnos a las 
            indagaciones de Edward Said (1990) sobre el imperialismo y la 
            cultura en el siglo XIX, o a las acciones en la primera mitad del 
            XX, bastaría recordar la abundante información documentada que 
            ofrece Frances Stonor  Saunders (1999) en 
            La CIA y la guerra fría cultural, acerca de la 
            fabricación industrial del concenso basado en la propaganda 
            encubierta, la guerra psicológia  y la 
            organización de frentes culturales. Uno de esos frentes fue abierto 
            en América Latina en la década de 1960, apoyado en instituciones 
            como la Fundación Ford (Kohan, 2002  y Mudrovcic, 
            1997). 
            III 
              
            
            Desde los años treinta del siglo 
            XX Gramsci había profetizado que las nuevas guerras se ganarían en 
            el campo intelectual, en la cultura y las ideas. Mucho antes, José 
            Martí, una vez iniciada la guerra de 1895 por la independencia de 
            Cuba, había propuesto: “De pensamiento es la guerra mayor que se nos 
            hace: ganémosla a pensamiento” (Martí, 1975, 4: 121). 
            
              
            
            Pero fue Gramsci quien 
            desarrolló una teoría de la hegemonía abarcadora del proceso de 
            producción de la contrahegemonía (Acanda, 2002: 245). Por este 
            camino entra al análisis de la hegemonía al servicio de la 
            estrategia de emancipación (Ceceña, 2004: 38 – 39). 
            
              
            
            Una estrategia contrahegemónica 
            de nuestra América para su interconexión con las culturas foráneas, 
            a la luz de los desafíos vigentes en los inicios del tercer milenio, 
            necesita de fuentes que van desde el profundo conocimiento de las 
            tendencias en curso hasta la rearticulación de la tradición de 
            resistencia.  En este camino encontramos al Martí 
            testigo de la aparición del fenómeno imperialista, gestor de 
            estrategias tempranas y protagonista de las primeras 
            batallas.  Renunciar a su herencia es prestar un 
            servicio a los conquistadores del siglo XXI.  El 
            legado martiano aporta hoy al menos tres de los fundamentos 
            estratégicos necesarios para tomar parte activa en la guerra 
            cultural que parece imposible esquivar: la asimilación crítica de 
            las culturas externas, la internacionalización de nuestros valores 
            culturales como acción de defensa en el camino de la independencia, 
            y la búsqueda –en cultura como en economía y política— de una 
            integración realmente liberadora (González, 2003:257-266). 
            
              
            
            José Martí maduró una concepción 
            de la cultura determinada por su condición de político consagrado 
            tanto a la conquista de la independencia patria –de España y de los 
            Estados Unidos, como a la revelación, sacudimiento y fundación 
            urgente de la América nuestra.  La concepción 
            martiana de la cultura nació en tiempos de una creciente 
            “interdependencia universal de las naciones”, en lo referido “tanto 
            a la producción material, como a la intelectual”, al decir de Marx y 
            Engels, en el Manifiesto del Partido Comunista, 
            en 1848 (1975, I: 114).  La revolución científico 
            técnica y el reparto económico y territorial del mundo catalizaron 
            esa tendencia en la segunda mitad de la centuria.  
            Martí se supo en “la época de las ligas de los pueblos” y 
            advirtió en la comunicación transcultural el ala y la raíz de la 
            identidad de nuestros pueblos. 
            La asimilación 
            crítica de las producciones externas, en el contexto de 
            una guerra cultural mundial, presupone un frente de batalla 
            excesivamente amplio que, con intensidades desiguales, abarca campos 
            como la educación, la ciencia, las comunicaciones, el pensamiento, 
            la cultura popular y la artística, entre otros.  
            Exige, para ser efectiva, de la suficiencia para el ejercicio 
            dialéctico de una decantación equilibrada, capaz de no asimilar o 
            negar en bloque.  Otra amenaza significativa a la 
            viabilidad de este recurso se deriva del camuflaje actual con que 
            opera la invasión cultural, esencialmente 
            norteamericanizante.  Se presenta como un supuesto 
            progreso, una necesidad, un acomodo inevitable a nuevas 
            circunstancias. 
              
            
            Es obvio que la peligrosidad del 
            fuego de semejante arma no mengua con las válvulas atascadas en los 
            vasos comunicantes entre las culturas, o la campana de vidrio a 
            escala social.  En estos tiempos en que el disparo 
            parabólico a través del satélite ignora las fronteras y son 
            obsoletas puertas y ventanas para impedir que la imagen tome cuerpo 
            en la pantalla del televisor, los diques técnicos y las murallas 
            legales resultan porosas y poco eficaces, cuando menos, en el 
            mediano y largo plazos. 
              
            
            Desde el siglo XIX, el 
            pensamiento martiano advirtió la proporcionalidad bidireccional en 
            la relación cultura-libertad.  Sin embargo, todo 
            el siglo XX no fue suficiente para que América Latina alcanzara 
            horizontes de escolarización, de formación universitaria al servicio 
            de las necesidades nacionales, de formación artística y 
            científica.  Sin pretender ignorar las diferencias 
            y especificidades, hoy el resultado es una región --donde 
            prácticamente una de cada dos personas es analfabeta—que entra en la 
            era de la información con tasas muy bajas de producción de 
            conocimientos científicos. 
              
            
            Más allá de los emisores 
            externos y los canales, interesan también los filtros decantadores y 
            los receptores.  La distancia entre ellos no 
            parece ser sinónimo de oportunidad en la ruta de la resistencia, y 
            la posibilidad del ejercicio decantador se dificulta en países donde 
            impera la ley del mercado contra la propiedad pública sobre las 
            instituciones educacionales, científicas y culturales, así como 
            sobre los medios de difusión, las industrias culturales y los 
            circuitos de distribución. 
              
            
            Otra amenaza a la viabilidad de 
            la asimilación crítica, puesta en práctica desde la trinchera 
            institucional, está asociada a la naturaleza universalizante de la 
            cultura del capitalismo, cuyo centro mundial intenta ganar la guerra 
            cultural sobre las tablas de la vida cotidiana.  
            Semejante escenario impone la necesidad de disponer de 
            sistemas institucionales suficientemente dinámicos y permanentemente 
            oxigenados. 
              
            
            Es oportuno subrayar que los 
            estudios sobre el consumo cultural en nuestras sociedades, con 
            algunas variaciones, identifican preferencias muy concentradas en la 
            música, la televisión, la radio y el cine.  El 
            peso específico de estos medios, tanto en la conformación del gusto 
            estético, como en la reproducción de conocimientos y valores éticos 
            --con independencia del sexo, la edad o el nivel de instrucción—no 
            sería tan relevante a los efectos de estas aproximaciones si la 
            propiedad de los mismos no estuviera sometida a un proceso de 
            transnacionalización galopante que suele ser, mayoritariamente, 
            monopolización norteamericana. No es casual que la economía 
            estadounidense, luego de pasar de industrial a economía de 
            servicios, centre tanta atención en las industrias culturales, que 
            prefieren llamar industrias del entretenimiento. 
            
              
            
            La experiencia ha evidenciado 
            que disponer de un sistema institucional en función de los intereses 
            nacionales es una fortaleza.  Sin embargo, 
            resultaría arriesgado suponer que podría actuar como escudo único en 
            la guerra cultural, por lo que será necesario continuar la búsqueda 
            e implementación de instrumentos complementarios apropiados. 
            
              
            
            El recurso de la 
            internacionalización de los valores culturales de nuestras 
            naciones implica formular e implementar programas y 
            acciones institucionales coordinados, no sólo en el ámbito 
            gubernamental, a fin de articular una contraofensiva regional dentro 
            de la guerra cultural mundial.  Resistir ha sido 
            siempre un paso imprescindible, pero no suficiente, en el camino de 
            la victoria del agredido. 
              
            
            Para resultar viable, la 
            internacionalización aludida requiere de un quehacer de promoción y 
            difusión que no se acomode a las exigencias del mercado, el cual 
            favorece unas creaciones y producciones culturales y desestima 
            otras, según sean las luces y sombras de las ganancias.  
            Ese darnos a conocer, como recomendaba Martí en tiempos del 
            naciente panamericanismo, tropieza hoy con la monopolización de las 
            industrias culturales, de los medios de difusión, de los circuitos 
            de distribución, y de las nuevas tecnologías.  
            Tantas barreras juntas tendrán que operar, por encima de todo 
            efecto disuasivo o desmovilizador, como desafío al parto 
            ininterrumpido de cuotas crecientes de creatividad 
            institucionalizada capaces de aprovechar cada fisura. 
            
            El turismo masivo e Internet son 
            escenarios culturales susceptibles de ser empleados, siempre que se 
            disponga de políticas enrumbadas en esa dirección.  
            En igual o en mayor medida que el turismo, Internet garantiza 
            determinados índices de impacto en la internacionalización cultural, 
            sin necesidad de ir, físicamente, más allá de nuestras 
            fronteras.  Mucho más que escapar a algunas 
            barreras monopólicas, mencionadas anteriormente, ambos resultan 
            instrumentos que actúan como proyectiles perforadores de las vallas 
            aludidas. 
              
            
            Avanzar con ese rumbo presupone 
            formar y/o convertir a instituciones y profesionales, 
            tradicionalmente consumidores de información, en consumidores y 
            generadores sistemáticos de productos informativos.  
            Si mucho ha sido hecho, aún más está por hacer.  
            Dar a conocer la cultura de uno de nuestros países, en 
            sentido amplio, es una necesidad que desborda las posibilidades de 
            cualquier entidad ministerio por sí solo.  Por 
            otra parte, sólo será un generador capaz de información aquel que 
            antes logre ser un consumidor eficaz.  
            
              
            
            La búsqueda de una 
            integración contrahegemónica y liberadora, el tercero de 
            los fundamentos estratégicos para el enfrentamiento de la guerra 
            cultural, supone un accionar compartido con “cuantos tengan la misma 
            razón de temer”, al decir de Martí en una crónica 
            célebre.  Se hace poco menos que imposible 
            afrontar desafíos de alcance global con políticas nacionales 
            inconexas, al tiempo que el empuje de la avalancha cultural 
            dominadora no se frena con un afianzamiento de la identidad propia 
            que se aparte de las vías para el conocimiento del otro –de sus 
            coincidencias, peculiaridades y diferencias--, y siempre que se haga 
            sobre la base del fomento de principios éticos irrenunciables. 
            
              
            
            Dos ejemplos bastarían para 
            ilustrar cuánto está por aprovechar en el campo de la acción 
            cooperada entre las naciones de la América Latina y el Caribe. Un 
            fenómeno como el analfabetismo, con pronósticos tan lamentables para 
            las próximas décadas, podría ser resuelto en la región tal vez en 
            menos de un lustro. Se dispone del conocimiento y las técnicas 
            necesarias para alfabetizar masivamente a costos muy reducidos. La 
            experiencia cubana en Haití, altamente valorada por la UNESCO, 
            permite ser optimistas siempre que se disponga de las voluntades 
            políticas imprescindibles. 
              
            
            En el campo de la televisión 
            también sería posible la acción cooperada. Comienza a nacer, a 
            iniciativa del presidente venezolano Hugo Chávez, el proyecto 
            TELESUR. La importancia vital para todo 
            proyecto regional autónomo de un medio de este tipo ha sido 
            demostrada empíricamente por Al Yazeera, entre otros. TELESUR, una 
            empresa multinacional destinada a difundir la realidad de 
            Latinoamérica y del Caribe, podría dar continuidad a experiencias y 
            esfuerzos como han sido la agencia de noticias Prensa Latina o la 
            emisora cubana Radio Habana Cuba, en el camino de la ruptura del 
            monopolio informativo. 
            
              
            
              
            
            En los últimos años, más de un 
            foro internacional gubernamental se ha pronunciado por construir 
            alianzas estratégicas entre países que asignen a la cultura una 
            prioridad social de primer orden.  Esta 
            alternativa, cada vez más necesaria, tropieza con las 
            vulnerabilidades de los gobiernos interesados, por lo que, sin 
            renunciar a esa posibilidad en lo multilateral, resultarán prudentes 
            los esfuerzos bilaterales intergubernamentales, y cuantos lazos sean 
            posibles con entidades autónomas, dispuestas al esfuerzo compartido 
            y capaces de lograr impactos en su desempeño. 
            
              
            
            Por esta senda también es 
            posible encontrar aliados, dentro de los Estados Unidos, en el 
            ámbito de lo que Noam Chomsky llamó alguna vez cultura 
            disidente: movimientos de estudiantes, jóvenes, 
            ecologistas, feministas, antinucleares y organizaciones de 
            solidaridad que han logrado ejercer un efecto civilizador sobre 
            tendencias predominantes de la opinión pública 
            norteamericana.  No debe olvidarse que el 
            movimiento ecologista ejerce un fuerte atractivo sobre la clase 
            media anglo-estadounidense, aún sin renunciar a su gran meta: el 
            derrocamiento de la civilización burguesa.  Un 
            ejemplo elocuente de las posibilidades de una alianza semejante es 
            la devolución, en el año 2001, del niño cubano náufrago Elián 
            González. 
              
            
            Al ser identificado cada 
            ciudadano como blanco, por atrincherado que esté en su intimidad, el 
            enfrentamiento de la guerra cultural exige una formación 
            progresivamente superior de cada uno de los receptores.  
            Resultaría ineficaz una estrategia de resistencia limitada a 
            las identidades construidas a partir convicciones, referentes 
            históricos, conquistas y sentimientos  Desarrollar 
            masivamente capacidades de discernimiento o decantación se convierte 
            así en una urgencia. 
              
            
            Entre otras posibles, una necesidad reclama atención 
            particular. Altos índices de conocimientos a escala masiva serían 
            insuficientes si, tanto las vanguardias de nuestras sociedades como 
            las masas, llegan a carecer de un pensamiento crítico 
            socializado.  No desarrollar hoy ese pensamiento, 
            a la luz tanto de las realidades como de las ciencias sociales 
            contemporáneas, sería un servicio inestimable a los estrategas de la 
            guerra cultural.
              
            
            La construcción del porvenir 
            sigue necesitando la memoria histórica colectiva de la mano de las 
            esperanzas compartidas, cuando se necesita hacer del futuro un 
            camino empedrado del saber y el esfuerzo de todos.  
            Si la identidad de un pueblo está definida también por el 
            horizonte que desea conquistar, el límite máximo parece 
            identificarse en la capacidad para gestar y reproducir un sentido de 
            la vida que, sin desatender las necesidades materiales, logre 
            colocar la espiritualidad donde no podrá hacerlo nunca la 
            civilización burguesa. 
              
            
              
            
              
            
              
            
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