Fw: egemonia e guerra culturale



 

CUBA SOCIALISTA. Revista Teórica y Política.
Editada por el Comité Central del Partido Comunista de Cuba

            

HEGEMONIA Y GUERRA CULTURAL: Aproximaciones a una estrategia de resistencia desde América Latina y el Caribe
 

 

A partir de esta perspectiva, la aproximación al análisis de la hegemonía implica su ubicación en múltiples niveles de abstracción, como recuerda Ana Esther Ceceña (2004). El más general corresponde al modo de producción y organización social, vinculado a las leyes generales de funcionamiento del sistema. Sin embargo, entre los demás, el más trabajado es el nivel de la competencia, según la denominación de Marx, referido a las modalidades de dominio al interior del sistema. En éste se inscribe el tránsito de un centro de domino capitalista a otro y el ejercicio hegemónico de uno de ellos. A partir de este enfoque es posible diferenciar entre hegemonía capitalista y hegemonía estadounidense.

 

Aunque parezca contradictorio, al menos en el corto y mediano plazos, no son incompatibles el fortalecimiento de la hegemonía estadounidense y el deterioro simultáneo de la legitimidad capitalista. Este último fenómeno aparece como un movimiento ambivalente que abarca el divorcio creciente entre el discurso del progreso capitalista y la capacidad real para satisfacer las necesidades básicas de la humanidad, por una parte, y por otra el reforzamiento de la capacidad de dominio, de la concentración de riqueza y poder, y de la reconstrucción del imaginario colectivo sobre la base del pensamiento único y la ilusión global. Pero, al tiempo que la legitimidad capitalista sede ante la exclusión social y la expansión de otras visiones del mundo, no se vislumbra el posible relevo a la hegemonía estadounidense (Ceceña, 2004:41-42).

 

La producción en torno al tema, creciente y a veces contradictoria, registra un amplio consenso al concebir la hegemonía como un fenómeno multidimensional, más allá de los límites del poderío económico y militar, basado en la capacidad para generalizar una visión del mundo. El poderío militar y la organización económica, para ser eficaces, deben constriur "discursos de verdad" y convencer de su infalibilidad y de su inmanencia, al tiempo que deben estar integrados a una visión del mundo capaz de brindar explicaciones coherentes en todos los campos, sin olvidar el de la vida cotidiana. El soporte de la hegemonía radica en la capacidad para universalizar la concepción propia del mundo, de modo tal que desplace la perspectiva de un mundo pensado sobre otras bases, al punto de llegar a admitirlo como deseable pero imposible de alcanzar. En consecuencia, desde la perspectiva hegemónica actual, la batalla primera es contra cualquier posibilidad de organización distinta de la capitalista, sin distinguir si se trata de herencias culturales, principios religiosos o tradiciones, invenciones, utopías, indisciplinas o rebeldías (Ceceña, 2004:39-40 y 47). 

 

Los acontecimientos a partir del 11 de septiembre de 2001, desde varias perspectivas, han reforzado la argumentación de la crisis relativa de la hegemonía estadounidense. Ana Esther Ceceña sostiene que la hegemonía estadounidense está en decadencia al mismo tiempo que se encuentra más fuerte y consolidada que nunca antes en la historia. El análisis de los factores que sostienen la posición hegemónica no se circunscriben  a la supremacía militar y el poderío económico.  La dimensión cultural ocupa un espacio significativo, toda vez que Estados Unidos conserva, no obstante las contradicciones, la capacidad para generalizar un paradigma cultural correspondiente al american way of life and thinking, y a lo que éste significa en otras situaciones y culturas, que coincide con la homogeneización de mercados, la estandarización de la producción y la unificación de las visiones sobre el mundo (Ceceña, 2002:181 y 169).

 

 

II

 

Históricamente, las tensiones derivadas de la relación inequitativa entre los países centrales y los periféricos han amenazado la conservación del status  quo favorable a los intereses imperialistas. En consecuencia, los mecanismos de preservación del orden capitalista han sido ampliados y renovados progresivamente, apelando a cada uno de sus poderes. El cultural comenzó a recibir atención creciente desde fines del siglo XIX, a partir del origen mismo del fenómeno imperialista.

 

El proyecto  hegemónico implementado por Estados Unidos --gestado durante el siglo XIX, madurado en el siglo XX y vigente en el actual, cuando aspira a la dominación de espectro completo (full spectrum)-- sin renunciar a los demás recursos, se ha caracterizado por el empleo de los elementos de formación o consolidación de consensos. Paralelamente a la explotación de la fuerza del vapor, la electricidad, la combustión interna y la reacción termonuclear, el imperialismo estadounidense se ha servido de las posibilidades que le han ofrecido la expansión de la prensa y las invenciones sucesivas de la radio, la televisión y otros novedosos medios de difusión masiva y reproducción cultural -sean novedosos o tradicionales-, en la construcción dirigida de la opinión pública en poblaciones tanto centrales como subalternas.

 

Luego de aparecer el socialismo como formación sociocultural y expandirse hasta la creación de un sistema de estados tras la Segunda Guerra Mundial, el imperialismo estadounidense encabezó la competencia con la nueva formación explotando cada uno de sus poderes.  El cultural fue empleado a fondo, no obstante la hipertrofia de los componentes ideológicos que encabezaron el enfrentamiento en su dimensión espiritual. Décadas más tarde, el derrumbe del muro de Berlín y la disolución del socialismo en Europa Oriental, además de contraer la formación sociocultural socialista a sus reductos asiáticos y cubano, contribuyó a catalizar el proceso globalizador en su expresión más depredadora, la neoliberal, y a subrayar la hegemonía norteamericana desde la condición de única superpotencia.

 

El proceso de transnacionalización, -del cual sabemos cuanto implica de desnacionalización y en que medida es predominantemente estadounidense, se ha servido del neoliberalismo como geocultura para empedrar sus nuevos caminos. El neoliberalismo parece tener un mandamiento único: maximizar las ganancias.  Para lograrlas, sus beneficiarios no solo apuntan hacia la estandarización económica y política.  La búsqueda de una pretendida anulación de toda organización que le resulte disfuncional pasa por la homogeneización cultural y de los sistemas de valores.  Pensamiento único y dictadura del mercado resultan las caras de la misma moneda.

 

La diversidad de patrones culturales, de objetos y hábitos de consumo, es un factor de perturbación inaceptable para las necesidades de expansión continua de lo que Immanuel Wallerstein denomina economía mundo. Al ser absorbidas en un sistema unificado, todas las formas de producción son reunidas y en gran medida homogeneizadas las diferentes modalidades de producción cultural.  Esa homogeneización no tiene lugar como una relación de reciprocidad.  Autores como Néstor García Canclini han estudiado cómo la transnacionalización del capital, acompañada de la transnacionalización de la cultura, supone un intercambio desigual de los bienes materiales y simbólicos.  Los mercados nacionales son convertidos en satélites de las metrópolis, según la lógica mundializadora, y las culturas nacionales son sometidas a un reordenamiento contrario a su desarrollo autónomo que estandariza el gusto y reemplaza las ofertas locales por bienes industriales; cambia el lenguaje y los hábitos distintivos por los que impone el sistema centralizado; y sustituye creencias y representaciones por la iconografía de los medios masivos (Canclini, 1982).

 

Dicho de otro modo, la dimensión cultural de la globalización neoliberal responde también a la racionalidad de maximizar ganancias por el camino de minimizar la resistencia.  Las aspiraciones populares son distanciadas de la acción social liberadora y enclaustradas en las vidrieras y las pantallas de televisión. Este camino de la producción industrial del consenso parece resultar más rentable para el ejercicio hegemónico que la aplicación directa de la fuerza.

 

En la relación con el hegemón norteamericano, si alguna vez concluyó la Guerra Fría, está por alcanzarse el fin de la  guerra cultural.  En los Estados Unidos, a principios de la década de los años setenta del siglo XX, la comisión consultiva gubernamental sobre información reportaba que el mundo no sólo estaba por convertirse en un único mercado, y avanzaba también hacia la formación de una esfera cultural única.  Poco tiempo después, el académico Robert G. Weesson (1979) advirtió que la modernización de la política exterior estadounidense implicaba conceder mayor atención a sus dimensiones psicológico-culturales para mantenerse viable.  Algunos años más tarde, el equipo redactor de Una estrategia para América Latina en la década de 1990, texto más conocido como Documento de Santa Fe II, reclamó un empleo más eficiente de la “industria de concientización”.  Una de las propuestas formuladas en dicho documento reclamaba, como asunto de máxima prioridad, el fortalecimiento presupuestario de la Agencia de Información de Estados Unidos (USIA) y de la oficina de Diplomacia Pública.  La naturaleza del proyecto al cual estarían dedicados dichos recursos se hizo explícita desde el texto: “La USIA es nuestra agencia para librar la guerra cultural”.

 

La formulación, aplicación e impacto de la guerra cultural, denominación proveniente de un equipo bien distante del marxismo y las izquierdas, conduce más allá de una simple revisión del concepto de cambio dirigido, propuesto medio siglo antes por Ralph Linton, para explicar los casos en que una de las partes en el contacto intercultural interviene activa e intencionalmente en la cultura del otro.  Desde una aproximación preliminar, la guerra cultural es sinónimo de la sustitución o destrucción de los valores de un sujeto de identidad por los de otro, para beneficio del segundo.  Cuando este recurso alcanza el rango de instrumento de política exterior de una potencia, y especialmente cuando esa potencia tiene el poder suficiente para iniciar la construcción de un orden mundial ajustado a sus intereses, cada vez más excluyentes hasta de las potencias aliadas o afines, la cultura conforma una dimensión inaplazable en los diseños de las estrategias de seguridad nacional, al menos para los países periféricos.

 

A la luz de la historia, la guerra cultural había comenzado mucho antes. Sin remontarnos a las indagaciones de Edward Said (1990) sobre el imperialismo y la cultura en el siglo XIX, o a las acciones en la primera mitad del XX, bastaría recordar la abundante información documentada que ofrece Frances Stonor  Saunders (1999) en La CIA y la guerra fría cultural, acerca de la fabricación industrial del concenso basado en la propaganda encubierta, la guerra psicológia  y la organización de frentes culturales. Uno de esos frentes fue abierto en América Latina en la década de 1960, apoyado en instituciones como la Fundación Ford (Kohan, 2002  y Mudrovcic, 1997).

III

 

Desde los años treinta del siglo XX Gramsci había profetizado que las nuevas guerras se ganarían en el campo intelectual, en la cultura y las ideas. Mucho antes, José Martí, una vez iniciada la guerra de 1895 por la independencia de Cuba, había propuesto: “De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento” (Martí, 1975, 4: 121).

 

Pero fue Gramsci quien desarrolló una teoría de la hegemonía abarcadora del proceso de producción de la contrahegemonía (Acanda, 2002: 245). Por este camino entra al análisis de la hegemonía al servicio de la estrategia de emancipación (Ceceña, 2004: 38 – 39).

 

Una estrategia contrahegemónica de nuestra América para su interconexión con las culturas foráneas, a la luz de los desafíos vigentes en los inicios del tercer milenio, necesita de fuentes que van desde el profundo conocimiento de las tendencias en curso hasta la rearticulación de la tradición de resistencia.  En este camino encontramos al Martí testigo de la aparición del fenómeno imperialista, gestor de estrategias tempranas y protagonista de las primeras batallas.  Renunciar a su herencia es prestar un servicio a los conquistadores del siglo XXI.  El legado martiano aporta hoy al menos tres de los fundamentos estratégicos necesarios para tomar parte activa en la guerra cultural que parece imposible esquivar: la asimilación crítica de las culturas externas, la internacionalización de nuestros valores culturales como acción de defensa en el camino de la independencia, y la búsqueda –en cultura como en economía y política— de una integración realmente liberadora (González, 2003:257-266).

 

José Martí maduró una concepción de la cultura determinada por su condición de político consagrado tanto a la conquista de la independencia patria –de España y de los Estados Unidos­, como a la revelación, sacudimiento y fundación urgente de la América nuestra.  La concepción martiana de la cultura nació en tiempos de una creciente “interdependencia universal de las naciones”, en lo referido “tanto a la producción material, como a la intelectual”, al decir de Marx y Engels, en el Manifiesto del Partido Comunista, en 1848 (1975, I: 114).  La revolución científico técnica y el reparto económico y territorial del mundo catalizaron esa tendencia en la segunda mitad de la centuria.  Martí se supo en “la época de las ligas de los pueblos” y advirtió en la comunicación transcultural el ala y la raíz de la identidad de nuestros pueblos.

La asimilación crítica de las producciones externas, en el contexto de una guerra cultural mundial, presupone un frente de batalla excesivamente amplio que, con intensidades desiguales, abarca campos como la educación, la ciencia, las comunicaciones, el pensamiento, la cultura popular y la artística, entre otros.  Exige, para ser efectiva, de la suficiencia para el ejercicio dialéctico de una decantación equilibrada, capaz de no asimilar o negar en bloque.  Otra amenaza significativa a la viabilidad de este recurso se deriva del camuflaje actual con que opera la invasión cultural, esencialmente norteamericanizante.  Se presenta como un supuesto progreso, una necesidad, un acomodo inevitable a nuevas circunstancias.

 

Es obvio que la peligrosidad del fuego de semejante arma no mengua con las válvulas atascadas en los vasos comunicantes entre las culturas, o la campana de vidrio a escala social.  En estos tiempos en que el disparo parabólico a través del satélite ignora las fronteras y son obsoletas puertas y ventanas para impedir que la imagen tome cuerpo en la pantalla del televisor, los diques técnicos y las murallas legales resultan porosas y poco eficaces, cuando menos, en el mediano y largo plazos.

 

Desde el siglo XIX, el pensamiento martiano advirtió la proporcionalidad bidireccional en la relación cultura-libertad.  Sin embargo, todo el siglo XX no fue suficiente para que América Latina alcanzara horizontes de escolarización, de formación universitaria al servicio de las necesidades nacionales, de formación artística y científica.  Sin pretender ignorar las diferencias y especificidades, hoy el resultado es una región --donde prácticamente una de cada dos personas es analfabeta—que entra en la era de la información con tasas muy bajas de producción de conocimientos científicos.

 

Más allá de los emisores externos y los canales, interesan también los filtros decantadores y los receptores.  La distancia entre ellos no parece ser sinónimo de oportunidad en la ruta de la resistencia, y la posibilidad del ejercicio decantador se dificulta en países donde impera la ley del mercado contra la propiedad pública sobre las instituciones educacionales, científicas y culturales, así como sobre los medios de difusión, las industrias culturales y los circuitos de distribución.

 

Otra amenaza a la viabilidad de la asimilación crítica, puesta en práctica desde la trinchera institucional, está asociada a la naturaleza universalizante de la cultura del capitalismo, cuyo centro mundial intenta ganar la guerra cultural sobre las tablas de la vida cotidiana.  Semejante escenario impone la necesidad de disponer de sistemas institucionales suficientemente dinámicos y permanentemente oxigenados.

 

Es oportuno subrayar que los estudios sobre el consumo cultural en nuestras sociedades, con algunas variaciones, identifican preferencias muy concentradas en la música, la televisión, la radio y el cine.  El peso específico de estos medios, tanto en la conformación del gusto estético, como en la reproducción de conocimientos y valores éticos --con independencia del sexo, la edad o el nivel de instrucción—no sería tan relevante a los efectos de estas aproximaciones si la propiedad de los mismos no estuviera sometida a un proceso de transnacionalización galopante que suele ser, mayoritariamente, monopolización norteamericana. No es casual que la economía estadounidense, luego de pasar de industrial a economía de servicios, centre tanta atención en las industrias culturales, que prefieren llamar industrias del entretenimiento.

 

La experiencia ha evidenciado que disponer de un sistema institucional en función de los intereses nacionales es una fortaleza.  Sin embargo, resultaría arriesgado suponer que podría actuar como escudo único en la guerra cultural, por lo que será necesario continuar la búsqueda e implementación de instrumentos complementarios apropiados.

 

El recurso de la internacionalización de los valores culturales de nuestras naciones implica formular e implementar programas y acciones institucionales coordinados, no sólo en el ámbito gubernamental, a fin de articular una contraofensiva regional dentro de la guerra cultural mundial.  Resistir ha sido siempre un paso imprescindible, pero no suficiente, en el camino de la victoria del agredido.

 

Para resultar viable, la internacionalización aludida requiere de un quehacer de promoción y difusión que no se acomode a las exigencias del mercado, el cual favorece unas creaciones y producciones culturales y desestima otras, según sean las luces y sombras de las ganancias.  Ese darnos a conocer, como recomendaba Martí en tiempos del naciente panamericanismo, tropieza hoy con la monopolización de las industrias culturales, de los medios de difusión, de los circuitos de distribución, y de las nuevas tecnologías.  Tantas barreras juntas tendrán que operar, por encima de todo efecto disuasivo o desmovilizador, como desafío al parto ininterrumpido de cuotas crecientes de creatividad institucionalizada capaces de aprovechar cada fisura.

El turismo masivo e Internet son escenarios culturales susceptibles de ser empleados, siempre que se disponga de políticas enrumbadas en esa dirección.  En igual o en mayor medida que el turismo, Internet garantiza determinados índices de impacto en la internacionalización cultural, sin necesidad de ir, físicamente, más allá de nuestras fronteras.  Mucho más que escapar a algunas barreras monopólicas, mencionadas anteriormente, ambos resultan instrumentos que actúan como proyectiles perforadores de las vallas aludidas.

 

Avanzar con ese rumbo presupone formar y/o convertir a instituciones y profesionales, tradicionalmente consumidores de información, en consumidores y generadores sistemáticos de productos informativos.  Si mucho ha sido hecho, aún más está por hacer.  Dar a conocer la cultura de uno de nuestros países, en sentido amplio, es una necesidad que desborda las posibilidades de cualquier entidad ministerio por sí solo.  Por otra parte, sólo será un generador capaz de información aquel que antes logre ser un consumidor eficaz. 

 

La búsqueda de una integración contrahegemónica y liberadora, el tercero de los fundamentos estratégicos para el enfrentamiento de la guerra cultural, supone un accionar compartido con “cuantos tengan la misma razón de temer”, al decir de Martí en una crónica célebre.  Se hace poco menos que imposible afrontar desafíos de alcance global con políticas nacionales inconexas, al tiempo que el empuje de la avalancha cultural dominadora no se frena con un afianzamiento de la identidad propia que se aparte de las vías para el conocimiento del otro –de sus coincidencias, peculiaridades y diferencias--, y siempre que se haga sobre la base del fomento de principios éticos irrenunciables.

 

Dos ejemplos bastarían para ilustrar cuánto está por aprovechar en el campo de la acción cooperada entre las naciones de la América Latina y el Caribe. Un fenómeno como el analfabetismo, con pronósticos tan lamentables para las próximas décadas, podría ser resuelto en la región tal vez en menos de un lustro. Se dispone del conocimiento y las técnicas necesarias para alfabetizar masivamente a costos muy reducidos. La experiencia cubana en Haití, altamente valorada por la UNESCO, permite ser optimistas siempre que se disponga de las voluntades políticas imprescindibles.

 

En el campo de la televisión también sería posible la acción cooperada. Comienza a nacer, a iniciativa del presidente venezolano Hugo Chávez, el proyecto TELESUR. La importancia vital para todo proyecto regional autónomo de un medio de este tipo ha sido demostrada empíricamente por Al Yazeera, entre otros. TELESUR, una empresa multinacional destinada a difundir la realidad de Latinoamérica y del Caribe, podría dar continuidad a experiencias y esfuerzos como han sido la agencia de noticias Prensa Latina o la emisora cubana Radio Habana Cuba, en el camino de la ruptura del monopolio informativo.

 

 

En los últimos años, más de un foro internacional gubernamental se ha pronunciado por construir alianzas estratégicas entre países que asignen a la cultura una prioridad social de primer orden.  Esta alternativa, cada vez más necesaria, tropieza con las vulnerabilidades de los gobiernos interesados, por lo que, sin renunciar a esa posibilidad en lo multilateral, resultarán prudentes los esfuerzos bilaterales intergubernamentales, y cuantos lazos sean posibles con entidades autónomas, dispuestas al esfuerzo compartido y capaces de lograr impactos en su desempeño.

 

Por esta senda también es posible encontrar aliados, dentro de los Estados Unidos, en el ámbito de lo que Noam Chomsky llamó alguna vez cultura disidente: movimientos de estudiantes, jóvenes, ecologistas, feministas, antinucleares y organizaciones de solidaridad que han logrado ejercer un efecto civilizador sobre tendencias predominantes de la opinión pública norteamericana.  No debe olvidarse que el movimiento ecologista ejerce un fuerte atractivo sobre la clase media anglo-estadounidense, aún sin renunciar a su gran meta: el derrocamiento de la civilización burguesa.  Un ejemplo elocuente de las posibilidades de una alianza semejante es la devolución, en el año 2001, del niño cubano náufrago Elián González.

 

Al ser identificado cada ciudadano como blanco, por atrincherado que esté en su intimidad, el enfrentamiento de la guerra cultural exige una formación progresivamente superior de cada uno de los receptores.  Resultaría ineficaz una estrategia de resistencia limitada a las identidades construidas a partir convicciones, referentes históricos, conquistas y sentimientos  Desarrollar masivamente capacidades de discernimiento o decantación se convierte así en una urgencia.

 

Entre otras posibles, una necesidad reclama atención particular. Altos índices de conocimientos a escala masiva serían insuficientes si, tanto las vanguardias de nuestras sociedades como las masas, llegan a carecer de un pensamiento crítico socializado.  No desarrollar hoy ese pensamiento, a la luz tanto de las realidades como de las ciencias sociales contemporáneas, sería un servicio inestimable a los estrategas de la guerra cultural.

 

La construcción del porvenir sigue necesitando la memoria histórica colectiva de la mano de las esperanzas compartidas, cuando se necesita hacer del futuro un camino empedrado del saber y el esfuerzo de todos.  Si la identidad de un pueblo está definida también por el horizonte que desea conquistar, el límite máximo parece identificarse en la capacidad para gestar y reproducir un sentido de la vida que, sin desatender las necesidades materiales, logre colocar la espiritualidad donde no podrá hacerlo nunca la civilización burguesa.

 

 

 

 

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