Cuba




José Pablo Feinmann
Página/12. Argentina, mayo del 2003.


¿Por qué comete Fidel Castro un gesto tan ostensiblemente torpe? No bien uno
se entera de la noticia (la noticia dice: Castro hizo fusilar a tres
disidentes políticos) piensa, casi mecánicamente piensa: "¡Qué bien le viene
esto a Bush!". A Bush y a todos los lamebotas (Estados Unidos, hoy, calza
botas) de Estados Unidos. A los Menem, por ejemplo. O a López Murphy. O a
Aznar. A todos los que piden entrar en la isla de los sueños infinitos con
la excusa de la violación de los derechos humanos. A todos los que exigen
ese voto contra Cuba que se digita desde el Pentágono o el Departamento de
Estado, desde el corazón artillado del Imperio.
Es tan simple pensar "¡Qué bien le viene esto a Bush!", tan mecánico y
elemental que uno, después, se pregunta cómo es posible que Fidel lo ignore,
cómo no va a saber él, un viejo león de la política y hasta, a veces, un
mago de la Historia (hace más de diez años que cayó la bipolaridad y sólo él
la mantiene), que esto, estos tres fusilamientos, este ampuloso gesto
jacobino, es lo que Bush necesita, o, sin más, lo que estaba esperando. De
modo que -en favor de Fidel, de su lucidez política- esto nos aleja de
interpretar el hecho como un error y hasta como un signo de una acaso
inevitable decadencia.
No, Castro no puede ignorar los hechos históricos que su decisión acelera,
ayuda a convalidar. Le ha entregado al enemigo lo que el enemigo necesita.
El enemigo es Estados Unidos. Que no lo es sólo de Cuba sino -a partir del
concepto de "guerra preventiva" que la Administración Bush instaura- lo es
del resto de los países del planeta. Ernesto Guevara, en el Mensaje a la
Tricontinental de 1967, conceptualizaba a Estados Unidos como el gran
enemigo de la humanidad. Esta interpretación, hecha desde la selva
boliviana, tramada por el odio y la soledad, tiene hoy una estremecedora
cercanía con la verdad.
Estados Unidos es el enemigo, si no de la Humanidad, de todos los países del
mundo, a los cuales ha decidido constituir en tanto sus potenciales
antagonistas. Hay, ahora, una nueva bipolaridad y en ella Cuba ya no ocupa
uno de los polos o, sin duda, no lo ocupa en soledad sino desbordantemente
acompañada. Un polo es Estados Unidos, un Imperio paranoico que se dice
amenazado por el terrorismo internacional; el otro polo es el resto del
mundo, amplio lugar en el que el terrorismo se ha desplegado, con el apoyo o
la tolerancia o la indiferencia o la ineficacia de todas las naciones. Cuba
es uno de esos lugares. Es, también, un país con el que Estados Unidos tiene
viejas deudas, viejos rencores, odios largamente trabajados. Hoy, Bahía de
Cochinos tiene un nuevo encuadre justificatorio: o los derechos humanos o el
amparo al inasible enemigo terrorista. Ya no el comunismo, esa jerga del
pasado.
En cuanto al terrorismo Castro se había movido bien, reflejos rápidos,
declaraciones claras: el atentado a las Torres mereció su condena inmediata.
Sabe que el otro flanco que Estados Unidos utilizará para agredirlo es el de
los derechos humanos. ¿Por qué entonces fusila tres disidentes? Estas cosas
debieran tener una explicación, debieran tener cierta transparencia, ser
entendidas. Acabo de firmar una solicitada -a pedido de mi admirado y
querido Andrés Rivera- en contra de una posible invasión de Estados Unidos a
Cuba. La solicitada, creo, no menciona los fusilamientos. Habría preferido
que los mencionara, pero no importa. La firmé con tanta convicción como
firmé la que condenó la brutal represión en la fábrica Brukman. Pronto,
Estados Unidos hará de Cuba una metáfora de lo que sucedió en Brukman:
entrará en la isla desplegando una brutalidad policial similar a la que
desplegó en Irak. Contra esto alerta la solicitada de Andrés y contra eso
tenemos que estar. Si hay problemas en Cuba los tiene que arreglar Cuba.
Estados Unidos no puede ser la policía del mundo. No puede iraquizar al
planeta bajo el pretexto de protegerse de él. Por supuesto estamos contra
eso. Pero -también por supuesto- estamos contra la pena de muerte. No
importa por qué Fidel hizo fusilar a tresdisidentes. No importa si quiere
apresurar los planes armados de Estados Unidos para desenmascararlos. No
importa si la amenaza externa lo obliga a una mayor dureza interior. No
importa si quiere afirmar su conducción o retornar a los paredones jacobinos
de enero de 1959. Estamos contra la pena de muerte, se aplique en Texas o en
La Habana.
Uno de los motivos que tornan tan exasperadamente odiosa la figura política
y hasta humana del gobernador Bush es que fue un fanático partidario de la
pena de muerte durante su gestión en el estado petrolero de Texas. Desde la
izquierda no hay quien no se lo haya recordado. Se encontró ahí hasta una
coherencia con lo que luego vino. ¿Cómo no iba a arrasar Irak con semejante
frialdad, cómo no iba a masacrar a mujeres y niños quien no había vacilado
en autorizar ejecuciones a granel durante su gestión como gobernador? La
masacre había empezado en Texas. Ahí -en cada orden de ejecución a la que el
áspero gobernador ponía su firma- se prefiguraba el carnicero de Irak. ¡Ah,
pero Castro fusila desde en un pequeño país bloqueado y en nombre del
socialismo! No perdamos el tiempo: siempre el que mata crea un valor
absoluto que lo autoriza a matar. No hubo nadie en la Historia que no matara
desde un absoluto que lo legitimaba. Se mata por el Orden, por la Diosa
Razón, por los designios imperiales de su Graciosa Majestad, por el Partido
de Vanguardia, por la raza de señores, por el pueblo elegido, por el Hombre
Nuevo, por el Ser Nacional o -preventivamente, hoy- por la lucha contra el
Terrorismo Internacional. Se mata, siempre, desde lo absoluto, desde lo
incuestionable. En suma, desde Dios en cualquiera de sus formas. Se trata
entonces de estar o no estar a favor de la muerte.
Hoy, Estados Unidos (con el respaldo de gran parte de su población y con el
rechazo de muchos de sus más brillantes intelectuales y artistas) está a
favor de la muerte. Matar es entonces ser Estados Unidos. Lo único que no
puedo hacer para estar contra la muerte es matar. Si lo hago, soy mi
enemigo. Me identifico con él. Formo parte de su propia ética. El error
trágico del jacobinismo revolucionario -en todas sus formas- fue creer que
la muerte era un medio. No lo es. Siempre se transforma en un fin y termina
por devorar a sus propios hijos, a la propia Revolución. Uno quiere cambiar
el mundo y termina organizando una policía, amontonando las cárceles y hasta
olvidando por qué era que se mataba.
Estas ideas -que son las únicas que nos van quedando para luchar por cierta
dignificación de la condición humana- suelen recordarlas esos incómodos
personajes a los que se llama, con frecuente aire desdeñoso,
"intelectuales". Así, José Saramago escribió contra los fusilamientos de
Castro. Fue notable el título de su texto: "Hasta aquí he llegado". Es harto
frecuente que los intelectuales se adhieran a procesos de cambio. También
los han impulsado desde sus libros. Algo tuvieron que ver con las
revoluciones intelectuales como Rousseau, Voltaire, Hegel, Marx o Gramsci.
No eran idiotas útiles ni se miraban el ombligo, según se le ha espetado sin
piedad a Saramago.
También lo trataron malamente a Galeano. Caramba, cómo son las cosas:
mientras Galeano les regala a los revolucionarios del correo electrónico
pequeños textos ingeniosos contra Bush o los yanquis, lo idolatran. Cuando
escribe un texto denso, dolorido, lúcido como "Cuba duele", lo lapidan. No
importa que Saramago haya sido uno de los más combativos e insolentes
Premios Nobel de la Historia, no importa que use su formidable tribuna para
ser un anti Vargas Llosa y denunciar al neoliberalismo que hambrea y devasta
este mundo. No, alcanza con que se fatigue del paredón cubano para que lo
transformen en un traidor, un idiota útil o un intelectual más (¡otro más,
qué asco!) que se mira el ombligo desde su envidiable exterioridad. Pero no
es así.
A Galeano le duele Cuba porque le duele que Fidel se obstine en un
jacobinismo a destiempo que sólo puede agregar sangre a la sangrienta
historia de nuestros sangrientos días. Y Saramago dice "Hasta aquí llegué"
porque un intelectual es, ante todo, una conciencia crítica, un pensador
crítico. Un tipo que adhiere a los procesos de cambio, que adhiere a las
revoluciones, forma parte de ellas, se exalta, les entrega lo mejor que
tiene, su creatividad, su imaginación, su prosa, su inteligencia. Pero una
revolución deja de serlo cuando en lugar de nuestra creatividad exige
nuestra obediciencia, una obediciencia que se traduce en el arte infinito de
la justificación. Y Saramago, con todo derecho, hoy, se cansó de justificar
a Castro. Él y otros también. Más aún si lo que exige esa justificación es
la justificación de la muerte. "Hasta aquí he llegado", dice. Un intelectual
que justifica se transforma en un burócrata, ese ser mezquino y gris que es
el símbolo impecable de las revoluciones congeladas. Que es, también, la
antítesis del intelectual.

http://www.lainsignia.org/2003/mayo/ibe_018.htm

(*) Artículo aparecido el 3 de mayo en el periódico Página/12, de Argentina.
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