ARGENTINA A UN AÑO DE LA REPRESION Y LA PROTESTA POPULAR



Con los 32 muertos en el recuerdo Un año atrás, Fernando de la Rúa dejaba al
mismo tiempo la Casa Rosada y un gobierno que terminaba en medio de un
tendal de muertos y heridos. La repetición es un fantasma, pero las
protestas comenzaron pacíficamente y para hoy el menú incluye marchas,
cacerolazos y asambleas barriales.
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 Ayer debió haber reventado la Argentina. No pasó. Hoy debería terminar de
explotar con muertos, saqueos profesionales y un clima de violencia apto
para convertir a la Argentina en una Colombia de América del Sur. Sin
embargo, el clima que se respiraba anoche en Plaza de Mayo y los partidos
del Gran Buenos Aires solo parecía anticipar lo que se vivirá en todo el
país: una gigantesca movilización con formas variadas de protesta para
conmemorar el primer año de los 32 muertos en democracia, el mismo día en
que Fernando de la Rúa dejaba la Casa Rosada en el helicóptero Sikorsky y
quedaba consumada la mayor crisis política del país moderno.
La psicosis terminó potenciando una protesta pacífica que si hoy no se
altera será reivindicada a dos puntas. El Gobierno sentirá que pasó una gran
prueba. El desafío para la administración de Eduardo Duhalde es enorme, si
se recuerda que el asesinato de los dos piqueteros el 26 junio llevó al
Gobierno a adelantar las elecciones que en principio estaban programadas
para fines del 2003. Y los piqueteros, si no hay violencia, podrán
consolidar su imagen de un movimiento que ya no asusta a la clase media. La
acción directa quedará entonces limitada al corte de calles o rutas y la
sorpresa y el impacto serán reemplazados por una movilización de corte más
tradicional.
De todos modos la única sospecha sobre el ejercicio de la violencia recayó
en los últimos tiempos en punteros bonaerenses alimentados por el menemismo.
Dirigentes de todas las organizaciones piqueteras y el ex intendente Mariano
West, actual ministro de Felipe Solá, denunciaron que caciques de Carlos
Menem trataron de estimular a grupos de desocupados con dinero para crear
saqueos artificiales. La jugada apuntaba, según West, a colocar a Menem como
el garante del orden, tras el fracaso del ex presidente en convencer a los
argentinos de que con él llegará el dinero fresco que hoy no está.
En realidad en los últimos meses la violencia fue ejercida -hasta el
asesinato, en el caso de la Estación Avellaneda- por el propio Estado, a
través de las fuerzas de seguridad. Por eso el Gobierno luce preocupado y,
según informaron los funcionarios de Interior y de Justicia a los organismos
de derechos humanos, hubo órdenes tajantes de no reprimir ni ayer ni hoy, e
incluso de aguantar un ataque a la policía si el riesgo no pasaba límites
razonables. El compromiso abarca la prohibición de que circulen policías sin
chapa identificatoria. La defensoría porteña acordó con el Ministerio de
Justicia y Seguridad que el organismo recibiría cualquier denuncia y la
resolvería en el acto. Ayer funcionarios coordinados por la ombudsman Alicia
Oliveira recorrieron el centro y testearon la promesa. Efectivamente en cada
caso pudieron comprobar que los casos de clandestinidad
policial -disfrazada, a veces, por policías no identificados dentro de
patrulleros con identificación- fueron solucionados de inmediato. El
operativo de control seguirá hoy.
Un año atrás, igualmente, el problema no fue la falta de prevención sino la
decisión policial de matar utilizando los recursos tradicionales: coches con
la patente tapada, policías sin chapa y hasta oficiales disparando con un
patrón de conducta y una misma forma de tirar sobre blancos desarmados.
Cuando De la Rúa abandonó la Casa Rosada en helicóptero, dejaba atrás un
portentoso fracaso político y un tendal de muertos. Su teoría, hoy, es que
sufrió un complot. Sea como fuere, la verdad es que el día anterior, el 19,
miles de argentinos salieron espontáneamente a tañir cacerolas en las calles
de todo el país después de escuchar el absurdo discurso presidencial
anunciando el estado de sitio.
Ni los cacerolazos ni los piqueteros nacieron el 19 y el 20 de diciembre del
2001, pero esos días quedaron institucionalizados como una forma superior de
protesta junto a la proliferación de asambleas barriales. El corralito
financiero irritó tanto a la clase media de los grandes centros urbanos que
cambiaron sus objetos de odio. Si antes eran los cortadores de calles y
rutas, después fueron los funcionarios de Gobierno o, por extensión, los
políticos profesionales. Así fue como los piqueteros empezaron a recibir
vasos de agua bajo el sol y comida después de las marchas desde el interior,
o que pequeños empresarios hablasen en actos de los desocupados. Ese será
otro test del día: si la clase media porteña recibe a los manifestantes
concentrados en el cinturón bonaerense como una invasión -el "aluvión
zoológico" del antiperonismo más brutal- o combina en dosis variables un
toque de solidaridad, otro de sintonía y un tercero de compasión.
El espectro de los saqueos fue, al menos hasta ahora, solo un fantasma. Los
grandes supermercados pidieron seguridad especial, pero lo principal fue la
decisión de todos de evitar el copamiento de los centros abastecedores de
comida. Los piqueteros y los movimientos de desocupados optaron por
presionar y obtener bolsones de alimentos mediante la negociación. Y los
hipermercados prefirieron entregar donaciones antes que pagar el costo de un
episodio de violencia.
Sin duda se llegó a este resultado en buena medida porque la inflación se
frenó, aunque el índice de este año figura entre los cinco mayores del
mundo; porque el dólar no continuó su disparada inicial y porque el Gobierno
montó su red de asistencia social con el plan para jefes y jefas de hogar.
Pero ni siquiera estos datos de la realidad hubieran bastado si no fuera
porque la protesta está cobrando una mayor organicidad.


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Nello

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