Uruguay:La agonía de una tradición sindical



Raúl Zibechi  Brecha. Uruguay, noviembre del 2002.
Como todo organismo vivo, los movimientos sociales cumplen un ciclo vital:
nacen, crecen, se desarrollan, declinan y mueren. Desde esta perspectiva, el
movimiento sindical uruguayo ingresó hace cierto tiempo en una etapa de
declive y probablemente esté transitando hacia su muerte, por lo menos en su
faceta de movimiento emancipatorio.
Toda agonía es dolorosa. Sobre todo cuando se trata del más importante
movimiento del país, el que ha escrito algunas de las páginas más hermosas
de la historia nacional. Sobre todo, cuando la conservadora sociedad
uruguaya se empeña en optar por los fuertes: entre el Estado y los
sindicatos, ha venido apoyando al primero, ya sea por desconfiar del
"corporativismo" sindical o por defender a ultranza la administración
estatal de la izquierda.

"El naufragio siempre es el momento más significativo", escribió Fernand
Braudel. Ciertamente, proyecta luz sobre el pasado, ayuda a comprender la
travesía y las razones que condujeron a la ruina. Es ésta la segunda crisis
de larga duración que vive el movimiento sindical uruguayo en sus poco más
de 130 años de existencia.




LAS GLORIAS DEL PASADO

Hace casi un siglo cuajó la primera central sindical (Federación Obrera
Regional Uruguaya), que resumía tres décadas de incipiente movimiento
obrero. A comienzos de 1920 atravesaba ya una profunda crisis. La excusa fue
política: el triunfo de la primera revolución proletaria en Rusia disparó
las diferencias en el movimiento, que se saldó con la división y la creación
en 1923 de la Unión Sindical Uruguaya. En realidad, las diferencias
político-ideológicas encubrían problemas mucho más graves: la concentración
del capital, forma encontrada por los capitalistas individuales para
enfrentar el enorme poder de los obreros especializados, redundó en la
creación de grandes unidades industriales que aplicaron nuevas formas de
organizar el trabajo (métodos tayloristas y fordistas) que hundieron al
obrero de oficios. Con él se hundieron no sólo los viejos sindicatos sino
toda una cultura obrera autodidacta, con sus ateneos, bibliotecas,
cooperativas, centros de formación y discusión.

Durante dos décadas el movimiento naufragó dividido, sectariamente
enfrentado, enormemente debilitado. Apenas el 10 por ciento de los
trabajadores estaba afiliado a los sindicatos. La crisis registró algunas de
las peores escenas que vivió el movimiento obrero organizado. A la violencia
del Estado contra los gremios se sumó la violencia entre militantes de las
diferentes tendencias. Hubo muertos y heridos y cicatrices que nunca
cerraron. Fue la corriente comunista la que tuvo la lucidez de vislumbrar
que, en adelante, se trataba de sustituir los pequeños sindicatos por
oficios por sindicatos de masas por ramas o empresas.

Recién a comienzos de los años cuarenta el movimiento obrero salió de su
larga defensiva. Contó con la inestimable "ayuda" del Estado neobatllista,
industrializador, protector de la actividad sindical, y de una burguesía
débil pero decidida a ampliar sus fábricas beneficiándose de una generosa
política proteccionista.

Los cincuenta y los sesenta fueron el momento de esplendor de este
sindicalismo de masas. Fue capaz de unirse, procesando la unidad de abajo
hacia arriba, algo infrecuente en la mayoría de los países. El Congreso del
Pueblo y la creación de la cnt, a mediados de los sesenta, mostraron el
camino a todo el movimiento social y desbrozaron la unidad de la izquierda.
El programa del Frente Amplio de 1971 fue una fiel copia del que elaborara
seis años antes el Congreso del Pueblo, de forma asamblearia y
participativa.

El de aquellos años no fue un movimiento idílico. A menudo, las diferencias
se laudaban a cadenazos; las asambleas fueron muchas veces manipuladas; la
lucha por los cargos fue tan implacable como el sectarismo. La violencia
contra los rompehuelgas tuvo como objetivo compactar a los trabajadores y
afianzar sus organizaciones. Héctor Rodríguez, por citar a uno de los
dirigentes más queridos por todos los sectores, nunca dejó de recordar cómo
en las huelgas textiles se "apretaba" a los carneros, con piquetes y hasta
con palizas ejemplarizantes. Claro está, no había cámaras que registraran
esas rencillas. Fue, por otro lado, un movimiento fuertemente ideologizado y
partidizado, en el que la pugna por el poder, que se resumía en el control
de las direcciones de los sindicatos y de la central, consumía buena parte
de las energías. Pese a todos los problemas, era un movimiento pujante, en
ascenso, que resistió una y otra vez la presión de un Estado que había hecho
su opción por los ricos, aplicando medidas de seguridad contra huelgas
obreras (que comenzaron a utilizarse ya en 1952, fecha que por otra parte
sirve para echar por tierra las elucubraciones de los defensores de la
teoría de "los dos demonios").




DECLIVE Y HUNDIMIENTO

Lo de hoy es otra cosa. Como en los peores tramos de su historia, el
movimiento sindical agrupa a menos del 10 por ciento de los asalariados. Se
trata de un sindicalismo de funcionarios estatales y empleados con trabajo
fijo y garantías. No fue una opción de los sindicalistas, sino imposición de
la cruda realidad: el terrorismo económico patronal impide la organización
de la inmensa mayoría de los asalariados.

La crisis del Estado benefactor, el fin de los consejos de salarios, la
crisis industrial y de empleo y la flexiblidad laboral debilitaron al
extremo a un sindicalismo que creció bajo el alero del Estado y tiene
enormes dificultades cuando ese Estado emprende la retirada.

El movimiento emergió extremadamente debilitado de la dictadura, y los
intentos por refundarlo, que se mostraron de forma muy tibia durante el año
que duró el pit (1983), fracasaron ante la aplanadora restauradora que
supuso el retorno de los dirigentes, exiliados o liberados de la prisión, a
los mismos cargos que habían ostentado. Fue una oportunidad perdida, "un
gravísimo error", como no se cansó de repetir Héctor Rodríguez, entre otros.

De la primera etapa del sindicalismo de masas, o sea del movimiento sindical
anterior a la dictadura, quedaron en pie sus peores señas de identidad;
entre ellas la partidización, que se convirtió en una forma de ascenso para
llegar a ocupar cargos estatales, electivos o no. Las diferencias
ideológicas ya no son importantes y las opciones partidarias que dividen
corrientes no dividen actitudes; entre los llamados "moderados" y los
"radicales" la opción partidaria es a menudo una forma de conseguir aliados
para prevalecer en el aparato sindical y, en ocasiones, usarlo como
trampolín para la defensa de intereses sectoriales, cuando no personales.

Lo que está en crisis no es una u otra línea sindical, sino una cultura
sindical, esa que nació hace ya 60 años. A partir de los noventa se fueron
destapando sonados casos de corrupción sindical, que afectan tanto a
dirigentes "moderados" como a "radicales", pero muy pocas veces los
responsables fueron sancionados. Podría decirse, no sin razón, que la
violencia actual es menor al lado de la que se vivió en el propio movimiento
hace 30 años; que los piquetes siempre fueron una forma de defender las
huelgas. Sin embargo, la amplificación exagerada y oportunista de los
medios, que décadas atrás no existía, expone las peores facetas del
movimiento ante la población. Además, la violencia actual, que no es
patrimonio de ningún gremio, aparece huérfana siquiera de "justificación
ideológica" y remite a la impotencia que provoca la crisis final de un tipo
de sindicalismo corporativo e insolidario.




¿SIN SALIDAS?

Existen enormes dificultades para enfrentar los nuevos desafíos. Quizá la
mayor es que los cambios culturales -que de eso se trata- son lentos,
requieren generaciones o sacudones brutales. Este sindicalismo nació bajo el
pleno empleo y el auge de la industria. Ahora, la mitad de los asalariados
naufraga en la desocupación, el empleo precario y la informalidad, y sus
hijos nacen condenados a la exclusión. Un movimiento que sólo organice a los
que tienen trabajo seguro, quizá menos de un tercio de los asalariados, como
señala el dirigente gremial argentino Víctor de Gennaro, no puede ser otra
cosa que conservador, insolidario y corporativo. Y funcional al sistema.

Hay otras opciones que no pasan por la repetición del libreto, hasta
desgastar las tradicionales formas de lucha, como el paro, la marcha y el
reclamo a un Estado que ya no puede, si es que quiere, resolver los
problemas de los trabajadores. No es fuera sino dentro del movimiento donde
anidan los recursos para superar la situación actual. Incluso la
fragmentación social, impuesta a sangre por el modelo que trajo la
dictadura, ofrece sus oportunidades si se es capaz de articular las
diferencias: incluir a las mujeres y a los jóvenes y correr a un costado la
centralidad del varón cuarentón que ocupa el grueso de los cargos
sindicales. Para eso, para abrir las puertas a las diferencias, además de
una buena dosis de tolerancia y respeto, habría que aceptar que todo un
imaginario ha caducado. El movimiento sindical puede rescatar las mejores
tradiciones del pasado, aquellas que impulsaron a las organizaciones de los
trabajadores a crear un mundo nuevo en el corazón del viejo, sin depender de
nadie más que de los propios trabajadores.

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Nello

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